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«—Os voy a joder vivos —dijo en su hermosa lengua el celeste Odiseo». José Ángel Valente i la matança dels pretendents

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Rapsodia vigesimosegunda

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Antínoo, hijo de Eupites, había caído del alto gorgorito de su estupidez muerte abajo. Qué her­moso pareciera vivo a los necios. Muerto, reveló la entera luz de su naturaleza: era un cerdo san­griento. La lengua se le vino para afuera de la boca, espesa y sucia. Cayó contra su espalda, ebrio de vacío. Los pretendientes revolotearon en un des­barajuste de mesas volteadas y manjares caídos. De las cráteras rotas corrió rojo y hostil el vino airado.

—Gracias, oh dioses, por haberme hecho capaz de la venganza y de la cólera —dijo el héroe. Des­pués dio un largo, increíble berrido que se pro­longó infinitamente, igual que si saliese de una cueva sin fondo. Apoyado en firme sobre su pro­pio cuerpo, flexionó las rodillas con las piernas abiertas y comenzó a batir los muslos poderosos.

—Os voy a joder vivos —dijo en su hermosa len­gua el celeste Odiseo.

Algunos de los predifuntos vomitaron de ho­rror y el aire se llenó de un olor agrio. Los demás recularon como marea loca. Mas fue en vano, pues ya no tuvo tregua la matanza. Los cadáveres se amontonaban sin rigor, sin espacio bastante para caer, sin hora ni ocasión para decir palabra me­morable. Alguno de los de abajo, aún no acabado, se sacudía cada poco con el hipo horrendo de la muerte y hacía retemblar el entero montón de cuerpos desinflados.

Ya el cabrero Melantio, mesturero follón que acarreara lanzas y yelmos para los pretendientes, pateaba colgado de una viga con el cuerpo torci­do, gritando sin esperanza, pues muy pronto sus miembros iban a ser despedazados por el héroe, que dio luego a los perros sus narices y orejas, los enrojecidos testículos y el falo tembloroso.

Leodes, el arúspice, que había echado suertes falseadas, bien conoció la suya en esta hora, pues su cabeza quedó sola en el aire, segada con preci­sión de un solo tajo y mientras aún hablaba. Oh ca­beza locuaz, nadie pudo llorarte.

A gatas, entre el sudor de la venganza y el humo de la sangre, llegó al fin hasta el héroe Fe-mio Terpíada, el aedo. Venía con la lira sobre el pecho, a modo de protección o de escudo irrisorio, gimiendo como hembra paridera.

—Ah tú, heroico vate —dijo Odiseo, tentándole el pescuezo con mano carnicera.

Pero el poeta cayó de golpe al polvo, sacudido por las convulsiones del miedo. El héroe rió con ferocidad rayana en la ternura.

—No quieras degollarme —dijo Femio con voz casi ilegible—. Canté a los pretendientes, obligado por la necesidad, la canción que un dios me ins­piraba. Los tiempos son difíciles y quién iba a pen­sar que tú vendrías. Así que tuve necesidad de pan, de un puesto, de un pequeño prestigio entre los otros, de modestos viajes por provincias. Pero aun así he de decirte que gusté la prisión por lealtad a ti, si bien fue sólo en los primeros tiempos. Des­pués los dioses me engañaron, pues ellos hacen la canción y la deshacen y ponen hoy al hombre en un lugar y soplan otro día y lo destruyen. No quie­ras tú quitar la vida a quien nada tiene de sí, pues ni siquiera la canción es suya.

Así habló el aedo, mercenario de dioses y de hombres, y Telémaco que asistía a su padre en la matanza, pero conocía mejor la desdichada suerte de la lírica en los años siguientes a la guerra de Troya, intervino en favor del poeta caído.

Así salvó el Terpíada lira y pelleja, con la in­dignidad propia de una especie en la que, gratuito, un dios pone a veces el canto.

Odiseo y Telémaco azufraban la casa y encen­dían el fuego. Las esclavas oían temblorosas las ór­denes del amo, apretujadas unas contra otras como tibias becerras. El poeta, sentado aún sobre un charco de sangre, pulsó al azar la lira. Se oyó un so­nido tenue, tenaz e inútil, que quedó en el aire, solo y perdido, como un pájaro ciego.

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José Ángel Valente
El fin de la edad de plata

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REAPARICIÓN DE LO HEROICO

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La flor de los pretendientes y las buenas familias
en los salones espaciosos.
Y ya la guerra de Troya terminada
de tiempo atrás. Los hombres que allí fueron,
los sonoros navíos, el caballo mortífero,
vagas patrañas de la ideología.

Cómo puede esperar Penelopea.
Quien tenga una esperanza ocúltela,
pues el tiempo es de tibia descreencia
bien templada para la ocasión,
y la palabra más pura en los salones
sin tanta servidumbre a lo pasado.

Reunámonos, pues, para cruzar apuestas
sobre el futuro que nosotros somos
y olvidemos el arco, el duro arco del rey,
aquel objeto pesado y anacrónico
que la sentimental Penelopea
aún tiene por sagrado.

Así habló
y así se alzó entre todos Antínoo,
flor de los pretendientes y las buenas familias,
joven experto en lenguas extranjeras,
hábil en la ironía y el pastiche.

Rió la concurrencia con dulzura
y se sintieron más en el meollo
del capital asunto
todos los pretendientes de provincias.

Pero ya el harapiento vagabundo,
el huésped no aceptado,
impuesto por el hijo de la reina,
acariciaba el arco.
Así templó la resistencia
de la tenaz materia.
Tocó la flecha amarga,
hizo vibrar la cuerda poderosa
con un rumor distinto
y un tiempo antiguo vino en oleadas
de hosca respiración hasta los hombres.

Tomó Antínoo una copa entre sus manos
y alzóla en medio del festín.

Estaba tenso el arco.
Un dios de torva faz medía los segundos.
La saeta partió veloz,
certera. Atravesó su punta
la garganta de Antínoo y salió por la nuca.
Un chorro espeso
de irreparable sangre vino
a las fauces del muerto.

Flor de los pretendientes,
irrisorio despojo,
entre el vaho animal de la hermosa matanza.

Valente

José Ángel Valente
(Ourense, Galícia, 1929 – Ginebra, Suïssa, 2000)

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José Ángel Valente
El inocente

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Valente - El fin de la edad de plataJosé Ángel Valente

El fin de la edad de plata,
seguido de Nueve enunciaciones

TusQuets editores. Barcelona, 1973

ISBN: 9788472239265

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