Arxius
«Adiós, Helena de Troya», de Germán Gullón
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Adiós, Helena de Troya
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A veces el destino juega con nosotros desde la misma cuna, a Helena de Troya se la hizo fina. Su madre eligió esa Helena con h, de tan escaso recibo, porque la señora de la casa donde había servido en Jerez usaba unos productos de Helena Rubinstein. La doméstica pasó siete años admirando los anuncios de la susodicha firma en las revistas de doña Rosa, las señoras lindísimas, palabras del culebrón televisivo de sobremesa, qué porte, qué cutis, y todas parecían divinas. Además, como ella se llamaba Higinia, lo de ponerle una hachecita a Elena, ni se lo planteó dos veces. Al niñato del registro civil le tuvo que sacar el genio, porque salió con el patatín y el patatán que desde Homero y el código civil, y ella gritó con los bríos heredados de su madre, sardinera de Santander, que hizo al chupatintas repetirse acobardado toda la tarde aquello de por qué cono me meteré en camisa de once varas.
De harina de muy otro costal procedía el apellido. El hombre de la Ginia, un conocido zote, Lorenzo, nunca había servido para mucho. Ya en la mili el alférez de complemento de Zamora, a quien servía de ayudante, le caló, Lorenzo, Lorenzete, tú sólo sirves para hablar de titis, eres un papanatas emporrado. El tal milite, doctor en medicina por Salamanca, le predijo así el futuro, como si leyera en la bola de cristal de Zuque, el mago de Melilla. El Loren regenta ahora una mísera lechería, donde se despachaban las leches enteras, semis y des, y también cocas, fantas, yogures, y otras cuatro chucherías. La vida se le fue piropeando a las criadas del barrio. Jerónimo, un estudiante de derecho, que se pegaba atracones de Hacienda Pública por las noches, y residía en el primer piso en cuyos bajos tenía la cueva lechera el fulano, nunca se metía en la cama hasta las ocho de la mañana, cuando pasaba la primera oleada de furia piroperil del Lorenzo. Al igual que los fumadores al levantarse por las mañanas sufren accesos de tos, Lorenzo cuando levantaba el cierre de la lechería se le afinaba el pico. ¡Chica, qué guapa vienes! ¡Marisa, estás que lo derramas! ¡Adiós niña, hoy ni saludar, tendrás miedo a que el novio te vea conmigo! ¡Ay, si te cojo! Alguna vez, en la primavera o comienzos del verano, cuando la sangre corría con mayor desembarazo, el Loren especificaba mejor los encantos femeninos, empleando una voz gorda, grave. En varias ocasiones, cuando se amostazó la patrona, se armó la de Troya.
Y hablando de Troyas. Todo fue culpa del padre, de Manuel Antonio, el Tonete, progenitor del lechero de Higinia, que las palmó sin haberlo reconocido, y el Lorenzo estuvo a punto de morir en el arroyo, porque su mamá, Ángela, lo que menos necesitaba era un rorro, precisamente cuando el Loren asomó un cogollito de pelo negro grasiento por donde nacen los niños. En ese preciso momento la Gela se cagaba, entre ayes, ay, ay, ay, en todos los santos, diciendo llevaros a eso de mi vista, pues lo único que ha hecho es joderme, como el cabrito de su padre. Total, Lorenzo nació con la cruz en la frente.
Una amiga de la Gela se lo llevó a Sevilla, con el fin de colocarlo, porque tenía un corazón de oro, o mejor dicho, con el relleno que dicen tiene el de la sagrada familia. Tanta bondad y buena fe la condujo al Palmar de Troya, guiada por un tal Juan Izquierdo, sujeto avisado que llegó a ser medio obispo de un tinglado espíritu-religioso. Gustaba de presentarse en público emulando a José (Juan), María (Gela), y el Niño (Lorenzo). Cuando la Guardia Civil vino un día exigiendo papeles, Loren quedó asentado con el nombre de Lorenzo de Troya, y de ahí el Helena de Troya.
Lo del nombre pasó desapercibido hasta que en la escuela un maestro, que había asistido a las clases de Agustín García Calvo en la Universidad de Sevilla, buen conocedor de la literatura clásica, levantó la liebre. De nuevo ardió Troya, porque la Helena dijo que nanay de guerras y complicaciones, y trazó con tino seguro su genealogía, de Higinia a los anuncios de la Rubinstein, una mujer que nunca envejecía, nunca se la conoció ningún lío, y que se la podía conocer mirando un retrato suyo en el escaparate de la farmacia de la plaza mayor. La cosa quedó ahí, únicamente el lechuguino, que una vez al mes peregrinaba a cierto piso de la calle de la Ballesta de Madrid a tomar clases de alemán del maestro García Calvo, cuando pasaba lista, tras leer Helena de Troya levantaba la cara hacia ella con una media risita; la alumna se decía para sí: vaya cara de gilipollas que pones, macho.
Con tales antecedentes nadie se sorprenderá de saber que Helena de Troya acabó siendo oficial de aduanas, destinada en la frontera hispano-francesa. El trabajo era fácil; sólo cuando había alarma de droga, un día sí y otro también, o de atraco en un banco próximo a la divisoria, se complicaba la cosa; la verdad, los franceses le tienen miedo hasta a su sombra, y les gusta sacar la autoridad, especialmente a los polis de intervención rápida, los fardones que van vestidos a lo estarwars. Desempeñaba sus funciones emparejada con un compañero francés, Héctor Fournier, un rubito de ojos azules bastante majete, agradaba verlo con su uniforme bien planchado. Desde el primer día que les presentaron, Helena a partir de ahora trabajaremos en pareja, un aduanero español con uno francés, se cayeron bien, ella incluso dijo: encantada. Notó enseguida que Héctor la prestaba poca atención, y que ninguna postura, inclinarse hacia delante para que el culito quedara bien levantado, los infalibles, según la revista Cosmopolita, puñetacitos en el pecho (le faltaban los pelazos negros) para excitar al macho, o arrastrarle por el brazo para que perdiera el equilibrio y tuviera que agarrarse a algo sólido, nada. Héctor sonreía como los políticos, sin sentir ni frío ni calor.
El trabajo, aparte de las alertas de alijo de droga, era sencillo: a los europeos, pista libre, al resto registro e intimidación. Los que se aproximaban al perfil robot del sospechoso confeccionado por Europol, comprobación de la identidad y registro de la persona y de las pertenencias. El procedimiento a seguir, repetido por los instructores de la escuela de aduaneros millones de veces, se reducía a: identificar a los sospechosos aplicando el perfil, cabello negro y rizado, sospechoso; si venía acompañado por ojos negros y mirada desafiante, a ésos interrogatorio; bájese del camión, y pase a la oficina, por favor. Sentarles, pedir documentación, verificar su autenticidad, y pase a la habitación. Tras un par de minutos entrar y cachear al sospechoso.
Literalmente ardió Troya el día en que Helena y Héctor cacheaban a un tal París Maujab, un jovencito moreno, de mirada penetrante, que no se ajustaba al perfil, por tener el pelo liso y escaso, pero que Héctor insistió en que sí. Sin discutir, Helena le dijo alce los brazos, y cuando empezó a cachear le miró a los ojos, notando que se le ponían brillantes, entonces vio que Héctor tenía los suyos cerrados y pasaba su mano ¡por el culo! del individuo en cuestión. ¡El muy maricón! Lo sospechaba, pensó Helena. ¿Por qué me lo ocultó? Sin pensarlo dos veces prosiguió el registro, pero le metió la pierna entre las suyas al registrado, apretándole suavemente al bulto, y se acercó a él, hasta notar su agradecimiento.
Al terminar el cacheo, Héctor rellenaba parsimonioso y funcionarial una forma. ¿Encontraste algo? Ella miró a París Maujab, y no contestó. Puede irse, señor Maujab, dijo Héctor. Salimos al mismo tiempo de la oficina, y esa noche en Biarritz, en el aparcamiento para camiones, La Fleur d’Occident, durante un cacheo menos profesional del sospechoso para entender por qué Héctor se detuvo donde lo hizo se escuchó: Yo tampoco discrimino, me gusta tanto lo que mira al sur como lo que mira al norte.
París insistió en que lo acompañara de rutera, ella contestó que la obligación la mandaba incorporarse al trabajo, añadiendo que cada vez que cruzara la frontera preguntase por Helena de Troya, y que lo atendería con cariño y amistad.
El destino las juega que pa qué. París acabó convenciendo a Helena, y terminó llevándosela a su país. Hoy la conocen con el nombre de Helena Maujab, y sus hijos se parecen al padre, heredaron también el talento para las lenguas. El maestro recomienda que el mayor estudie latín y griego, enorme trastorno porque la única escuela está a quince kilómetros de la casa. Héctor, que también abandonó los líos de las fronteras, y funge de administrador del negocio de transportes, Mercancías Maujab, se ofreció con su amabilidad habitual a llevarlo todos los días, o si no que lo haría Mohammed, su compañero. La pequeña Salomé de momento no se descose de las faldas de la madre.
París sigue cruzando fronteras, a veces descansa nostálgico en La Fleur d’Occident, y nunca deja de congratularse por la suerte de haber encontrado un talismán como Helena. Ella, a su vez, todavía se derrite cuando la llama por su nombre, y desde la cabina del camión, con el pelo algo más ralo y luciendo unas gafitas con marco de metal, con lo que recuerda a Salman Rushdie, le dice sonriendo moruno: Adiós, Helena de Troya.
(Una sesión continua de Los diez mandamientos y Le chien andalou complementan la lectura anterior. Si hubiese que poner una ilustración al cuento podría utilizarse alguna imagen abstracto-paródica pintada por Salvador Dalí o, mejor, cualquiera de las imágenes de Salomé que tanto les gustaban a los modernistas.)
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Germán Gullón
Adiós, Helena de Troya.
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Adiós, Helena de Troya
Col. Ánfora y Delfín, 796
Ediciones Destino. Barcelona, 1997
ISBN: 9788423328482
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