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«Adiós, Helena de Troya», de Germán Gullón

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Adiós, Helena de Troya

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A veces el destino juega con nosotros desde la misma cuna, a Helena de Troya se la hizo fina. Su madre eligió esa Helena con h, de tan escaso recibo, porque la señora de la casa donde había servido en Jerez usaba unos productos de Hele­na Rubinstein. La doméstica pasó siete años ad­mirando los anuncios de la susodicha firma en las revistas de doña Rosa, las señoras lindísi­mas, palabras del culebrón televisivo de sobre­mesa, qué porte, qué cutis, y todas parecían di­vinas. Además, como ella se llamaba Higinia, lo de ponerle una hachecita a Elena, ni se lo plan­teó dos veces. Al niñato del registro civil le tuvo que sacar el genio, porque salió con el patatín y el patatán que desde Homero y el código civil, y ella gritó con los bríos heredados de su madre, sardinera de Santander, que hizo al chupatin­tas repetirse acobardado toda la tarde aquello de por qué cono me meteré en camisa de once varas.

De harina de muy otro costal procedía el ape­llido. El hombre de la Ginia, un conocido zote, Lorenzo, nunca había servido para mucho. Ya en la mili el alférez de complemento de Zamo­ra, a quien servía de ayudante, le caló, Lorenzo, Lorenzete, tú sólo sirves para hablar de titis, eres un papanatas emporrado. El tal milite, doc­tor en medicina por Salamanca, le predijo así el futuro, como si leyera en la bola de cristal de Zu­que, el mago de Melilla. El Loren regenta ahora una mísera lechería, donde se despachaban las leches enteras, semis y des, y también cocas, fantas, yogures, y otras cuatro chucherías. La vida se le fue piropeando a las criadas del barrio. Jerónimo, un estudiante de derecho, que se pe­gaba atracones de Hacienda Pública por las no­ches, y residía en el primer piso en cuyos bajos tenía la cueva lechera el fulano, nunca se metía en la cama hasta las ocho de la mañana, cuan­do pasaba la primera oleada de furia piroperil del Lorenzo. Al igual que los fumadores al le­vantarse por las mañanas sufren accesos de tos, Lorenzo cuando levantaba el cierre de la leche­ría se le afinaba el pico. ¡Chica, qué guapa vie­nes! ¡Marisa, estás que lo derramas! ¡Adiós niña, hoy ni saludar, tendrás miedo a que el novio te vea conmigo! ¡Ay, si te cojo! Alguna vez, en la primavera o comienzos del verano, cuando la sangre corría con mayor desembarazo, el Lo­ren especificaba mejor los encantos femeninos, empleando una voz gorda, grave. En varias oca­siones, cuando se amostazó la patrona, se armó la de Troya.

Y hablando de Troyas. Todo fue culpa del pa­dre, de Manuel Antonio, el Tonete, progenitor del lechero de Higinia, que las palmó sin haberlo reconocido, y el Lorenzo estuvo a punto de morir en el arroyo, porque su mamá, Ángela, lo que menos necesitaba era un rorro, precisa­mente cuando el Loren asomó un cogollito de pelo negro grasiento por donde nacen los niños. En ese preciso momento la Gela se cagaba, entre ayes, ay, ay, ay, en todos los santos, diciendo lle­varos a eso de mi vista, pues lo único que ha he­cho es joderme, como el cabrito de su padre. To­tal, Lorenzo nació con la cruz en la frente.

Una amiga de la Gela se lo llevó a Sevilla, con el fin de colocarlo, porque tenía un corazón de oro, o mejor dicho, con el relleno que dicen tie­ne el de la sagrada familia. Tanta bondad y bue­na fe la condujo al Palmar de Troya, guiada por un tal Juan Izquierdo, sujeto avisado que llegó a ser medio obispo de un tinglado espíritu-religio­so. Gustaba de presentarse en público emulando a José (Juan), María (Gela), y el Niño (Lorenzo). Cuando la Guardia Civil vino un día exigiendo papeles, Loren quedó asentado con el nombre de Lorenzo de Troya, y de ahí el Helena de Troya.

Lo del nombre pasó desapercibido hasta que en la escuela un maestro, que había asistido a las clases de Agustín García Calvo en la Univer­sidad de Sevilla, buen conocedor de la literatura clásica, levantó la liebre. De nuevo ardió Troya, porque la Helena dijo que nanay de guerras y complicaciones, y trazó con tino seguro su ge­nealogía, de Higinia a los anuncios de la Rubinstein, una mujer que nunca envejecía, nunca se la conoció ningún lío, y que se la podía cono­cer mirando un retrato suyo en el escaparate de la farmacia de la plaza mayor. La cosa quedó ahí, únicamente el lechuguino, que una vez al mes peregrinaba a cierto piso de la calle de la Ballesta de Madrid a tomar clases de alemán del maestro García Calvo, cuando pasaba lista, tras leer Helena de Troya levantaba la cara hacia ella con una media risita; la alumna se decía para sí: vaya cara de gilipollas que pones, macho.

Con tales antecedentes nadie se sorprenderá de saber que Helena de Troya acabó siendo ofi­cial de aduanas, destinada en la frontera hispano-francesa. El trabajo era fácil; sólo cuando ha­bía alarma de droga, un día sí y otro también, o de atraco en un banco próximo a la divisoria, se complicaba la cosa; la verdad, los franceses le tienen miedo hasta a su sombra, y les gusta sa­car la autoridad, especialmente a los polis de in­tervención rápida, los fardones que van vestidos a lo estarwars. Desempeñaba sus funciones em­parejada con un compañero francés, Héctor Fournier, un rubito de ojos azules bastante majete, agradaba verlo con su uniforme bien plan­chado. Desde el primer día que les presentaron, Helena a partir de ahora trabajaremos en pare­ja, un aduanero español con uno francés, se ca­yeron bien, ella incluso dijo: encantada. Notó enseguida que Héctor la prestaba poca atención, y que ninguna postura, inclinarse hacia delan­te para que el culito quedara bien levantado, los infalibles, según la revista Cosmopolita, puñetacitos en el pecho (le faltaban los pelazos negros) para excitar al macho, o arrastrarle por el bra­zo para que perdiera el equilibrio y tuviera que agarrarse a algo sólido, nada. Héctor sonreía como los políticos, sin sentir ni frío ni calor.

El trabajo, aparte de las alertas de alijo de dro­ga, era sencillo: a los europeos, pista libre, al res­to registro e intimidación. Los que se aproxima­ban al perfil robot del sospechoso confeccionado por Europol, comprobación de la identidad y re­gistro de la persona y de las pertenencias. El procedimiento a seguir, repetido por los instruc­tores de la escuela de aduaneros millones de ve­ces, se reducía a: identificar a los sospechosos aplicando el perfil, cabello negro y rizado, sos­pechoso; si venía acompañado por ojos negros y mirada desafiante, a ésos interrogatorio; báje­se del camión, y pase a la oficina, por favor. Sen­tarles, pedir documentación, verificar su auten­ticidad, y pase a la habitación. Tras un par de minutos entrar y cachear al sospechoso.

Literalmente ardió Troya el día en que Helena y Héctor cacheaban a un tal París Maujab, un jovencito moreno, de mirada penetrante, que no se ajustaba al perfil, por tener el pelo liso y esca­so, pero que Héctor insistió en que sí. Sin discu­tir, Helena le dijo alce los brazos, y cuando em­pezó a cachear le miró a los ojos, notando que se le ponían brillantes, entonces vio que Héctor tenía los suyos cerrados y pasaba su mano ¡por el culo! del individuo en cuestión. ¡El muy mari­cón! Lo sospechaba, pensó Helena. ¿Por qué me lo ocultó? Sin pensarlo dos veces prosiguió el re­gistro, pero le metió la pierna entre las suyas al registrado, apretándole suavemente al bulto, y se acercó a él, hasta notar su agradecimiento.

Al terminar el cacheo, Héctor rellenaba parsi­monioso y funcionarial una forma. ¿Encontras­te algo? Ella miró a París Maujab, y no contestó. Puede irse, señor Maujab, dijo Héctor. Salimos al mismo tiempo de la oficina, y esa noche en Biarritz, en el aparcamiento para camiones, La Fleur d’Occident, durante un cacheo menos pro­fesional del sospechoso para entender por qué Héctor se detuvo donde lo hizo se escuchó: Yo tampoco discrimino, me gusta tanto lo que mira al sur como lo que mira al norte.

París insistió en que lo acompañara de rutera, ella contestó que la obligación la mandaba incor­porarse al trabajo, añadiendo que cada vez que cruzara la frontera preguntase por Helena de Troya, y que lo atendería con cariño y amistad.

El destino las juega que pa qué. París acabó convenciendo a Helena, y terminó llevándosela a su país. Hoy la conocen con el nombre de He­lena Maujab, y sus hijos se parecen al padre, he­redaron también el talento para las lenguas. El maestro recomienda que el mayor estudie latín y griego, enorme trastorno porque la única es­cuela está a quince kilómetros de la casa. Héc­tor, que también abandonó los líos de las fron­teras, y funge de administrador del negocio de transportes, Mercancías Maujab, se ofreció con su amabilidad habitual a llevarlo todos los días, o si no que lo haría Mohammed, su compañero. La pequeña Salomé de momento no se descose de las faldas de la madre.

París sigue cruzando fronteras, a veces des­cansa nostálgico en La Fleur d’Occident, y nun­ca deja de congratularse por la suerte de haber encontrado un talismán como Helena. Ella, a su vez, todavía se derrite cuando la llama por su nombre, y desde la cabina del camión, con el pelo algo más ralo y luciendo unas gafitas con marco de metal, con lo que recuerda a Salman Rushdie, le dice sonriendo moruno: Adiós, Hele­na de Troya.

(Una sesión continua de Los diez mandamien­tos y Le chien andalou complementan la lectura anterior. Si hubiese que poner una ilustración al cuento podría utilizarse alguna imagen abstracto-paródica pintada por Salvador Dalí o, me­jor, cualquiera de las imágenes de Salomé que tanto les gustaban a los modernistas.)

Germán Gullón (Santander, 1945)

Germán Gullón
(Santander, 1945)

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Germán Gullón
Adiós, Helena de Troya

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Adiós HelenaGermán Gullón

Adiós, Helena de Troya

Col. Ánfora y Delfín, 796
Ediciones Destino. Barcelona, 1997
ISBN: 9788423328482

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Ifigenia a «Jacobè», de Joaquim Ruyra

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“Els grecs. Meravellosa font, model puríssim”

Joaquim Ruyra

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Joaquim Ruyra

Joaquim Ruyra (Girona, 1858 – Barcelona, 1939)

[…]

L’estiu passat, al tornar de les aules a fi de curs, vaig rebre al cor una forta sotragada al compendre tot d’una la terrible veritat. La Jacobè estava feta una calavera. Magra, tremolosa, amb els ulls fondos i el mirar esbarriat, va comparèixer a saludar-me. Només va adreçar-me un somrís, com si m’hagués anat veient cada dia, i de seguida va retirar-se a la seva cambra amb un caminar desmanyotat, arrossegant pesadament les xinel·les, que duia a retaló. Vaig restar com aombrat d’un llamp. La dida m’estava observant dreta a la llinda d’una porta, sadollant-se amargament de la dolor que es pintava en la meva cara; però no em va ser possible dissimular. Després d’un llarg silenci, la bona dona va rompre en un gemec:

—Filla meva! ¡filla de les meves entranyes!

Les llàgrimes li degotaven per les galtes, i jo em sentia escanyat per un sanglot contingut.

—Ja ho veus, Minguet —Va afegir de seguida—; —aquesta noia se’m fon com un terrosset de neu. Jo no sé pas què fer-hi: li dono tot lo que vol… vianda, més que un llop no en dragaria… Oh! i que se la menja! perquè de gana no n’hi manca pas; però res no li aprofita: se m’aflaqueix com si li robessin la carn a grapats; ella, que feia aquell goig que enartava, ¡tan grassoneta! I surt amb uns estaribots!… ¡Redéu, com s’és tornada! Hi ha dies que la dóna per rentar, i em tira al safaretx els quadros, els llibres, les sabates… tot lo que li sembla brut, sigui lo que vulgui; i, apa!, ensabona que ensabona. ¡N’ha malmeses, de coses! I ara sempre té calor, ella que era tan fredeluga. Moltes nits, a l’hivern, me la trobava asseguda sobre el llit, en camisa, amb la finestra oberta. Entén-ho, això. El metge no sap lo que s’hi pesca: que banys freds, que potingues de ca l’apotecari… Res hi val. Els veïns… mala pesta els sec!… s’hi diverteixen i diuen que ès boja. I jo no sé si sóc jo mateixa, que m’hi he tornada; perquè, vaja això no em cap al magí: és horrorós, horrorós! Què hi dius, tu, Minguet?

[…]

—I què ha dit el metge? No ha vingut, avui? .

—Mira, no me’n parlis, del metge: ja em té sofregida. Fa més de tres setmanes que llenço les receptes a les escombraries. És un toca-sardanes: no sap per quines mars navega. Ramonet, Ramonet, quina paret toques!… uix!… Ara surt amb que el mal gam de la noia ve de les borratxeres del seu pare i dels seus avis. ¿Oi, quina pensada? Jo bec i tu et mareges. ¿Vol-se’n anar al… Déu me contingui!… I mentrestant la Jacobè se’m va morint, se’m va assecant com els pàmpols de la parra, emmalaltint-se més i més a cada glop de medicina que pren. ¡Al diable, les potingues!… No, aquest mal no ès dels que es poden guarir de mà de metge o de manescal: prou que ho veig! Ah, Minguet! corren unes persones ben dolentes!…

 […]

Surto de la casa apesarat. Capbaix i caminant d’esma, me’n vaig ensomniat anguniosament per les imatges de la realitat i per les d’un esdevenidor, més dolorós encara, que estic preveient.

A l’arribar a mig carrer de Mar m’aturo, perquè he vist el doctor Calvet i desitjo preguntar-li de la malalta. El bo de l’home deu tenir alguna visita urgent: va de pressa de pressa. Duu les mans encalofornades a les butxaques del paltó, la mangala sota l’aixella, i el barret al clatell. És blanc de celles, blanc de pestanyes, blanc de cabells i blanc de cutis: en la seva carassa magra i ossuda no hi ha més que blancor, llevat de la tinta blavissa que li acoloreix esblaimadament les nines dels ulls i les venes, que li arboregen pels polsos. Camina de pressa, i tan distret, que no s’adona de mi fins que em planto al davant seu a mitja passa de distància. Aleshores fa un surt, s’atura, m’examina un moment amb mirar miop, i deseguida tanca les parpelles, amb lo qual la seva cara acaba d’esblanqueir-se del tot. Vaig a parlar, però no em dóna temps. Sense obrir els ulls més que de tard en tard i a mitges, diu així, de correguda:

—Ja sé lo que em vols preguntar. Es tracta de la teva teta: oi?… de la Jacobè. Està mala, mala, malíssima. Res: t’ho diré en quatre paraules. Tu, que has estudiat els clàssics grecs, recordaràs, segurament, el cas de la Ifigenia, filla del rei Agamenó, que va ser condemnada a morir en expiació d’una falta del seu pare. Doncs vet aquí un símbol de gran realitat. ¿No m’entens?… He, he, he… En la naturalesa passa així mateix que en la faula, igual, igual: els innocents expien els pecats dels culpables. No es perdona res: cada falta ha de portar el seu càstig, i lo que no ha satisfet en Pau, ho paga en Nicolau. És salat: oi?… He, he, he… Tal vegada jo no patiria de ronquera si el meu besavi no hagués sigut tan aficionat a mastegar tabac negre. Què hi hem de fer? És la llei: flectamus genua. La Jacobè està sota el ganivet del gran sacrificador, un sacerdot implacable en l’exercici de les seves funcions sagrades. Vés: detura el cop, tu. És lo mateix que si et volguessis despullar de la pesantor quan caus daltabaix d’una timba. He, he, he… Aquelles disbauxes, aquelles embriagueses, aquelles brutalitats de tota mena dels serradors, algú les ha de pagar. És inútil que m’estireu els faldons «-Senyor doctor! senyor doctor! un remei, una medicina!…» No hi sóc a temps. Us heu atipat de metzines durant anys i panys i generacions, i voleu que se us curi en el curt espai d’una malaltia. ¡Aneu-los esperant, els miracles!… Allò de que la Ifigenia, ja dalt de l’ara, s’hagués salvat per obra i gràcia d’un déu, és la part inverosímil de la llegenda; és lo que no esdevé mai. ¡Aneu-los esperant pla, els miracles!… He, he, he… Res: no hi comptis, amb la teva teta. Lasciate ogni speranza.

Es treu el rellotge de la butxaca, se’l posa a frec del nas per mirar l’hora, i exclama, arrencant a caminar desaforadament:

—Dos quarts de tres!… Ui, ui, ui!…

Jo prossegueixo el meu passeig, tot donant voltes a les fondes idees que el doctor Calvet acaba de suggerir-me en mig de les seves rialletes cíniques. ¿Serà cert que els nostres vicis més secrets i més íntims no ens afecten a nosaltres sols, sinó que produeixen una sement de dolor que anirà grillant de generació en generació en el cor dels nostres fills? ¡És clar com l’aigua… i no m’hi havia parat mai!… O Déu meu! Tots ens apenem d’oprimir algun cor, de causar algun turment als nostres semblants, i, no obstant, ens lliurem tranquilament a certs excessos que en apariència no danyen tercer i… ¡ah, si veiéssim les llàgrimes que faran vessar!…

[…]

.Jacobé - Ruyra

Joaquim Ruyra
Jacobè
Pinya de rosa

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Ruyra - Pinya de rosaJoaquim Ruyra

Pinya de rosa – Vol. I

Biblioteca Selecta, 19
Editorial Selecta
Barcelona, 1952 (5ª ed.)

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Paràbola sobre la ceguesa (d’Homer), a l’Extinció, de Sebastià Alzamora

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And poor old Homer blind, blind, as a bat

Ezra Pound
Canto II

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Orb  com una rata pinyada […]  Homer…

Sebastià Alzamora
L’Extinció

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ExtincióEscrivia:

Primera paràbola sobre la ceguesa. Orb com una rata pinyada, el vell i bon lladre Homer s’encaminava cap a Es­mirna, de bracet d’un companyó que havia fet per aquells camins que només ell coneixia. Es dirigien a un prostíbul ben conegut pels ciutadans d’aquell indret, que era regentat per una puta tan vella com el mateix Homer. Aquesta bagassa era coneguda amb el nom d’Europa, i, tot i que era protagonista de diversos coverbos i facècies populars, relatius a blennorràgies, gonorrees, lladelles i tota casta de xacres afectes als baixos, no deixava de ser una antiga i bona amiga d’Homer, i aquest sabia que ell i el seu mosso podien esperar-ne els beneficis de les comoditats que el cansament dels seus cossos exigia. Feia vint anys que Homer havia marxat d’Esmirna i mai fins aquell dia no hi havia pogut tornar, de manera que ja eren molts els qui el donaven per mort, gairebé tants com els pretendents a ocupar el jaç que Europa li reservava, sempre net i adesat, per si mai es decidia a revisitar el seu bordell. I avui era el dia en què Homer tornava a Esmirna i ho feia sense cap més possessió que la companyia i l’assistència del seu jove amic, però sense un ral dins la bossa, perquè ja feia anys que havia perdut la joventut i la vista, i ningú no mena­va por ni respecte a un lladre en aquelles condicions, per molt temut i sanguinari que hagués estat en altres èpoques: Homer, en efecte, era un lladre molt cercat, però d’un temps ençà, quan topava amb agutzils o sol­dats, el deixaven anar amb condescendència, ruixant-lo amb un plugim de befes doloroses. Aleshores Homer se sentia atacat per la melangia, i referia al seu company el relat de com havia estat, de jove, hostaler a la Bretanya, cap d’una família bella, pacífica i temorosa del Destí, i amo d’un negoci modest però pròsper. Se’l menjava, però, en aquells dies calmosos, una estranya recança: te­nia necessitat de recórrer terres llunyanes, i s’enyorava de llocs remots i ignorats que mai no havia de conèixer, si no era al preu d’abandonar casa, fortuna, fills i muller. Tanmateix es va determinar a fer-ho quan va conèixer un músic insòlit sobre el qual era capaç de divagar temps i temps, enraonant i inventant històries; en qual­sevol cas es devia tractar d’un home francament singu­lar, que li havia produït un impacte extraordinari. Gràcies a l’impuls que en va saber treure, Homer es va endinsar continent endins, convertint-se en un bandejat cèlebre, fins al punt que la plebs havia arribat a atribuir-li l’autoria d’una certa obra poètica. Però sobretot, l’entrega a un vagareig inajornable havia compensat Homer amb la coneixença d’Europa, la prostituta d’Esmirna, el verta­der amor que havía conegut al llarg de la seva vida, ja tan dilatada com atzarosa.

I ara hi tornava. Al cap de vint anys tornava a Es­mirna per reposar el cap damunt la falda del seu amor, perduts el nom, la força i les possessions, i ric tan sols d’un gaiato i de les atencions d’aquell noi que es deia el seu deixeble. Caminaven pels carrers i les places porticades de la ciutat, i, tan trista i desolada devia ser la seva estampa, que molts els oferien almoina, o, si més no, un plat de calent a la seva taula. Homer anava foragitant els samaritans amb renecs i improperis, i d’aquesta ma­nera acabaren trobant el portal del prostíbul d’Europa. Quan hi arribaren tot foren festes per part de les meu­ques, car totes coneixien el vell i bon lladre Homer: les més velles, perquè hi havien conviscut molts anys enre­re; les més joves, perquè anaven amb el cap ple de les històries que se’n contaven i amb els ulls humits pel gest de la seva madona, que cada dia preparava el llit per a aquell desconegut que tots donaven per difunt. Final­ment Europa davallà les escales i, amb els seus ulls ena­morats, veié tot el vestíbul de casa seva ple de la huma­nitat d’aquell rodamón que tornava amb el propòsit de deixar-se estimar per ella fins a la mort. Ho acceptà se­renament, sense sorpresa, amb l’alegria segura de qui rep una paga justa. Somrigué contemplant com Homer espantava els pretendents amb les últimes engrunes de la seva llegenda ferotge, i després l’abraçà i el besà entre els cridets d’emoció de totes les altres putes. Homer demanà llavors, commogut, pel seu companyó, i fou gran la seva sorpresa quan li respongueren que no havien re­parat, a la seva arribada, que anàs acompanyat de ningú, i que si de veres un jove havia vingut amb ell fins a la casa, es devia haver esmunyit del seu costat en el mo­ment de picar a la porta.

Homer deixà de cavil·lar sobre el noi quan Europa el prengué de la mà i el féu pujar a la cambra dins la qual un llit havia restat intacte durant vint anys, esperant aquell encontre. Una vegada allà, i sense més preàmbuls, la dona es despullà de les fines vestidures que cobrien el seu cos, el qual, tot i que havia envellit també, ho havia fet millor que el d’Homer, i deixà que les mans tan des­pertes del cec palpassin la tebiesa d’una pell que, a pesar de les arrugues, s’havia conservat delicada i poderosa. A continuació el despullà a ell, i abans de donar inici als jocs de l’amor, Europa oferí a Homer una copa d’un brandi vell, robust i olorós, procedent d’aquella Bretan­ya que havia vist néixer el lladre. Quan Homer se l’ha­gué pres, Europa afirmà que aquell era el beuratge amb el qual Circe encantava la voluntat d’Odisseu. Homer començà a sentir un lleu i dolç mareig; si hagués estat capaç de veure-hi, se n’hauria adonat que la figura nua d’Europa no es reflectia en el mirall que hi havia penjat del sostre, part damunt el llit.

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Sebastià Alzamora
L’Extinció

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SEBASTIÀ ALZAMORA

Sebastià Alzamora (Llucmajor, Mallorca, 1972)

 

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ExtincióSebastià Alzamora

L’Extinció

El balancí, 345
Edicions 62.Barcelona, 1999
ISBN: 9788429745061

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«Después de Troya», microrelats hispànics de tradició clàssica

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.Después de Troya
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La venganza

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En la isla Intiqarka, en el lago Titicaca, nació un niño cíclope. Sus padres, avergonzados, se lo entregaron a un viejo pastor que lo crió, enseñándole la vida sana, el buen juicio y las artes de la guerra: la lucha cuerpo a cuerpo, simulacros de combate, trepar cerros, nadar, hacer seña­les de humo, construir trampas. Y le puso por nombre Juan Quispi.

Cierta noche Juan soñó con una isla lejana y una voz que le decía: «Ven a cobrar venganza».

Su mentor le dijo: «Sé preciso, que no te tiemble la mano, que el Dios Inti te proteja, toma, lleva esto para tu viaje», le dijo y le extendió una bolsita con coca. Juan tomó su huacachina y huachi, su arco y las flechas; su escudo cubierto con cuero de venado; su umachina, casco de metal, y su coraza de oro, plata y bronce.

La aurora temprana de dedos de rosa lo vio partir. Y voló sobre la ruta de las aguas.

Una lóbrega noche sin luz y sin vista, Juan Quispi descendió en la playa de la isla. Llegó al palacio, cruzó el umbral de madera de fresno. Euriclea dormía profunda­mente. Laertes, distante del palacio, no escuchó nada, tampoco Eumeo, mayoral de los cerdos. Argos no hubie­se ladrado.

Juan ingresó al salón de las armas de bronces glorio­sos. En el muro colgaban yelmos, combados broqueles, lanzas agudas, el arco retráctil con la aljaba preñada de hirientes saetas bajo las cuales perecieron los nobles galanes. Un poco más allá, un escudo y un yelmo de bron­ce con altos penachos de crines. Y en el centro del salón, el trono de fúlgido bronce desde donde gobernaba el Rey de la isla.

Avanzó con cautela. Ingresó al segundo piso del pala­cio. Juan Quispi parecía flotar en el aire. La diosa protec­tora no lo escuchó mientras abría la puerta del dormitorio y allí, en el lecho yacían Ulises y Penélope bajo el hechi­zo del sueño. Tensó su huacachina y disparó la flecha al corazón de Ulises. «Por Polifemo», murmuró Juan Quispi mientras su ojo resplandecía. La coca, como un manto de bruma, lo envolvió.

Juan Quispi, hijo de dioses, sobrevoló Ítaca para luego regresar a su amada isla de Intiqarka.

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Pedro Guillermo Jara

Disponible també en línia a letrasdechile.cl i a La nave de los locos 

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Microrelats inclosos en el llibre, en l’apartat “La ruta homérica“:
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Helena. Alba Omil
Vodevil griego. Marco Denevi
La guerra interminable. José Jiménez Lozano
La amenaza. Pedro Guillermo Jara
Orillas del Escamandro. José Emilio Pacheco
La verdad sobre Helena. Eduardo Gudiño Kieffer
Pentesilea. Rosalba Campra
Iras de Polifemo. Diego Muñoz Valenzuela
La venganza. Pedro Guillermo Jara
A Circe. Julio Torri
Circe. Agustí Bartra
Rehabilitación de Circe. Diego Muñoz Valenzuela
La última sirena. Diego Muñoz Valenzuela
Lorelei. Lilian Elphick
Aviso. Salvador Elizondo
Los bajíos. Ángel Olgoso
Duelos. Raúl Brasca
Sirenas emigrantes. David Lagmanovich
Ulises. Juan José Millás
Ulises. Ángel Olgoso
XXXI. Rafael Pérez Estrada
La vuelta a casa. José María Merino
El regreso del héroe. Alba Omil
Penelope y Aracne. René Avilés Fabila
La tejedora. David Lagmanovich
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Después de TroyaDespués de Troya
Microrrelatos hispánicos de tradición clásica
Edición de Antonio Serrano Cueto

Menoscuarto Ediciones. Palencia, 2015
ISBN: 9788415740193

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Sirenes als microrelats mexicans

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Sirenes MS Bodley 602, folio 10r

Manuscrit Bodleian 602, foli 10r (Bodleian Library)

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Julio Torri Maynes (Saltillo, Coahuila (Mèxic) 1889 – Ciudad de México (Mèxic) 1970)

A CIRCE

¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.
¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.

Julio Torri

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LA SIRENA INCONFORME

Tegucigalpa, Hondures 1921 - Ciutat de Mèxic, Mèxic 2003

Augusto Monterroso (Tegucigalpa, Hondures 1921 – Ciutat de Mèxic, Mèxic 2003)

Usó todas sus voces, todos sus registros; en cierta forma se extralimitó; quedó afónica quién sabe por cuánto tiempo.
Las otras pronto se dieron cuenta de que era poco lo que podían hacer, de que el aburridor y astuto Ulises había empleado una vez más su ingenio, y con cierto alivio se resignaron a dejarlo pasar.
Ésta no; ésta luchó hasta el fin, incluso después de que aquel hombre tan amado y deseado desapareció definitivamente.
Pero el tiempo es terco y pasa y todo vuelve.
Al regreso del héroe, cuando sus compañeras, aleccionadas por la experiencia, ni siquiera tratan de repetir sus vanas insinuaciones, sumisa, con la voz apagada, y persuadida de la inutilidad de su intento, sigue cantando.
Por su parte, más seguro de sí mismo, como quien había viajado tanto, esta vez Ulises se detuvo, desembarcó, le estrechó la mano, escuchó el canto solitario durante un tiempo según él más o menos discreto, y cuando lo consideró oportuno la poseyó ingeniosamente; poco después, de acuerdo con su costumbre, huyó.
De esta unión nació el fabuloso Hygrós, o sea “el Húmedo” en nuestro seco español, posteriormente proclamado patrón de las vírgenes solitarias, las pálidas prostitutas que las compañías navieras contratan para entretener a los pasajeros tímidos que en las noches deambulan por las cubiertas de sus vastos trasatlánticos, los pobres, los ricos, y otras causas perdidas.

Augusto Monterroso

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Jose-de-la-colina

José de la Colina (Santander, Espanya, 1934) (Resident a Mèxic des de 1940)

LAS SIRENAS

Otra versión de la Odisea cuenta que la tripulación se perdió porque Ulises había ordenado a sus compañeros que se taparan los oídos para no oír el pérfido si bien dulce canto de las Sirenas, pero olvidó indicarles que cerraran los ojos, y como además las sirenas, de formas generosas, sabían danzar…

José de la Colina

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EL CANTO DE LAS SIRENAS

Marco Antonio Campos

Marco Antonio Campos (Ciudad de México, Mèxic, 1949)

Cuando llegué a la isla creí que las sirenas me esperaban desde siempre. Yo, que huía de mí, de una mujer, de los días de fracaso que caían en mi sangre como la luna en el mar, buscaba perderme en la espesura de su canto. ¿La causa? -preguntarán-. Fue desde aquella mañana de invierno cuando supe que el amor era un engaño de la sangre; cuando supe que la ternura o la piedad eran dos fieras inútiles en las selvas del hombre. Por eso quise perderme; por eso quise escuchar su canto, que aun siendo el más dulce, el más hondo, será para mí, de todos modos, un pretexto más para la tristeza. Yo quiero oírlo, ya…
Estoy cruelmente satisfecho. Me doy cuenta que incluso en la destrucción se puede hallar la felicidad. Sonrío al recordar el pasado, aunque en esa sonrisa -no hay remedio- haya el signo de la derrota. Pero qué importa, ¡bah!, me muero de tristeza y rencor.
Miro el atardecer: los dientes blanquísimos de las olas, las nubes que empiezan a calcinar con sus dedos las ramas del horizonte. ¿Las voces? ¿Las voces? ¡No se oyen ya las voces! Grito desesperadamente. El barco pasa.
Lloroso, impotente, lo evidencio: las sirenas no cantaron para mí…

Marco Antonio Campos

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Ulisses retorna a casa… Alberto Manguel i Max

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Alberto Manguel - regreso UlisesUlises volvió su espalda al puerto y siguió el pedregoso sendero que conducía a través del bosque en lo alto del monte hacia el lugar que Atena le había indicado. Un grupo de hombres se había reunido ociosamente en torno a un barril de petróleo dentro del cual ardía una fogata. Masculló un saludo y se detuvo unos instantes junto a ellos, tratando de calentarse las manos. Después entró en la ciudad por un portal de piedra en parte desmoronado.

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Alberto Manguel - regreso Ulises i

Atena había exigido que le pagase la totalidad del dinero antes de embarcarlo, y después el capitán había pedido que le pagase a él también antes de permitirle a él y a otros cuatro trepar dentro de una caja de madera y cubrirse con cueros crudos destinados a la exportación. Atena le había dicho que los aduaneros casi nunca se preocupaban por inspeccionar un cargamento de cueros. Después, había intentado lavarse en agua de mar, pero el olor de animales muertos se le había pegado a la piel como un paño mojado.

[…]

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Ulises (El hombre duerme, el fantasma no. El blog de Max)

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Max

Francesc Capdevila (Max) (Barcelona, 1956)

Alberto Manguel

Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948)

 

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Alberto Manguel - regreso UlisesAlberto Manguel

El regreso de Ulises

Dibujos de Max

Nordica libros. Madrid, octubre de 2014

ISBN: 9788416112418

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L’Apèndix apòcrif de l’Odissea, de Manel Zabala

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En nom de Zeus, sobirà d’homes i déus, que habita en les altures lluminoses del cel, que aboca les gerres dels béns i els mals que esdevenen als homes, que provoca la pluja, el llamp i el llampec, que manté l’ordre i la justícia, i també en nom del rei Plotiportos “el destructor de ciutats”, gràcies a qui prevalen la llei divina i la llei dels homes s’inicia aquest segon llibre on per desig reial no n’hi haurà un sol d’hexàmetre i sí molts diàlegs, i tampoc s’hi veurà el to ca­duc i arcaïtzant que tant enfarfega els oïdors. Protegeix oh tu, Plotiportos, aquesta obra meva que és teva, en l’estil in­formal que t’agrada, sota el teu consell, sota les teves seve­res ordres, fes que les correccions no caiguin sobre la meva glòria, ans en la teva, tu que has nascut de Nausica engen­drat per Telèmac, que se sàpiga que com que qui paga mana, i pagues tu, el relat no s’obre amb cap invocació a la Musa sinó amb l’atrevida frase que fa:

Mentre l’enginyós Odisseu a la taverna s’omple un altre got d’ouzo, ignora que hi ha un manyà canviant-li el pany de la porta de casa.

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L’APÈNDIX APÒCRIF.

pseudo-Homer, quatre manuscrits A, D, I, K. Base A

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Mentre l’enginyós Odisseu a la taverna s’omple un altre got d’ouzo, ignora que hi ha un manyà canviant-li el pany de la porta de casa. La molt discreta Penèlope finalment ha dit prou. Ja feia temps que n’estava tipa que el seu marit tornés cada nit a les tantes, begut, fent pudor d’alcohol i de perfum de dona barata. Però és avui que ha dit prou; tota paciència té un límit i ahir l’enginyós Odisseu va ultrapas­sar-lo de molt. Ahir Odisseu va tornar a arribar a casa a les cinc del matí, però aquest cop en comptes de caure ador­mit a terra, se n’anà temptejant a la peça on era Penèlope per buscar-li el cos. Estava desperta, teixint-se les inicials en un llençol.

—Odisseu, vas begut, si penses que faré l’amor amb tu!

—Però jo en tinc ganes, fes-me una cosa mecànica i rapideta, amb això en tindré prou.

Va ser dir això i l’enginyós Odisseu es va recolzar en la paret, va subjectar-se el ventre i vomità dins, per sobre i per fora del gerro regal de la noble Policasta, filla del noble Nèstor, rei de Pilos i heroi de Troia. Entre arcades va disculpar-se, va carregar la culpa a uns calamars no gens frescos que havia ingerit a la taverna del port, però segur que unes sals el deixarien com a nou, de seguida es trobaria bé, i se li po­saria ben dura:

—Ja veuràs, Calipso, ho farem sobre el teler. En això us as­sembleu tu i la meva dona, us passeu tot lo dia teixint. No sé què hi trobeu, de debò.

—Calipso m’has dit!? Qui és aquesta Calipso!?

L’enginyós Odisseu la va agafar pel clatell, encastà els lla­vis contra els llavis d’ella, la va grapejar, va omplir-li l’ore­lla de baves, i a la seva orella s’adormí com un soc.

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L’endemà al matí la molt discreta Penèlope estava al cor­rent tot. Havia interrogat les dones dels amics d’Odisseu, (i a mi també però em vaig fer l’enze, i és que en aquella època la servia de prestat pel seu sogre Laertes, servint-la tan fidelment com ara serveixo el jove rei Plotiportos, a qui agraeixo els consells literaris, que pobre de mi no sé què fa­ria sense ells, jo un pobre poeta, que no ha escrit res bo, si de cas la Ilíada i l’Odissea, que són altrament “tan micèniques que difícilment valorarà ningú!”), ara Penèlope sabia que mentre ella teixia i desteixia i rebutjava cent vuit pre­tendents, el seu marit, el tan esperat, l’enganyós Odisseu, s’havia passat deu anys follant amb una nimfa nimfòmana anomenada Calipso. Penèlope se sentí estafada, i encara li feia més mal assabentar-se’n ara, quan no era atractiva ni jove; però en el passat, aquells llargs anys en què esperà el retorn del marit, sí que va ser-ho, i molt. Lamentà l’espe­ra, la joventut marcida i la sexualitat perduda, i tants sa­crificis i patiments, i tanta fidelitat guardada a un misera­ble que no l’havia merescut.

Cridà el manyà. La nit següent, mentre sentia com Odisseu cridava al carrer i intentava esfondrar la porta, Penèlope esperava la guàrdia en silenci, i l’odiava de cor.

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[…]

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Un any després la molt discreta Penèlope segueix amb vida, amagada a Esparta i no n’ha sabut res, d’Odisseu, que tampoc s’ha deixat veure per la vila d’Ítaca. En sabia el ma­teix que tothom, que vagava per l’illa, alimentant-se dels fruits i les bèsties del camp i que seguia anihilant tots aquells que de tant en tant pujaven a buscar-lo.

La molt discreta Penèlope portava ja un any separada, motiu suficient per obtenir el divorci, segons s’estipulava a l’article 86, en els punts lr i 2n del codi civil egeu. Arribà puntual un correu del jutjat que la informava del lloc i l’hora proposats per a la vista, que es faria a Ítaca. Penèlo­pe acceptà de tornar-hi, confiant que es prendrien totes les precaucions possibles per a la seva protecció.

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(…)

I aquí hi ha una interrupció per voluntat del jove rei Plotiportos, que m’ha demanat com anava la feina, m’ha agafat les tauletes de cera, les ha llegides i ha dit “mmm, sí, carregós de vegades però bé, passable. Vell Homer, tot això està bé però explica allò que tu saps, no ve al cas, però és que te’n vas descuidar a l’Odissea i trobo Jo que fa gràcia.” Li he respost que sóc vell, un pobre vell cec que ja no recorda moltes coses, però Plotiportos m’ha fet memòria, m’ha dit que ho escrigui de manera detallada i amena, m’ho ha demanat tan bé que no m’hi he pogut negar, m’ha dit: “Si us plau Homer, tens una filla, no m’obliguis a fer que us tallin el coll a tots dos”.

Un episodi nou de l’Odissea, que segons Plotiportos hauria d’anar entre el cant quinzè i setzè:

Era aquell temps en què aquell home de gran ardit, que tantíssim errà, després que de Troia el sagrat alcàsser va prendre, havent ja perdut els seus homes, perduts tots ells per llurs mateixes follies, havent corregut molts pobles, veient les seves ciutats, havent patit l’esperit de la mar, ha­via tornat d’incògnit a Ítaca. Era un matí en què Odisseu, a la barraca d’Eumeos havia estat reconegut per Telèmac, un matí on, com de costum, els pretendents ufanosos li as­saltaven la hisenda; també li volien assaltar la dona, la molt il·lustre regina, però no estava sola, que allí hi era jo, segur servidor de Laertes, per protegir-la.

Els pretendents estaven desesperats perquè la filla d’Icari no acabava de teixir la mortalla:

—N’estem tips, Penèlope! —havia cridat Antínous, fill d’Eupites, d’entre els cent vuit infames el més infame de tots. O acabes demà o enterrem viu Laertes enrotllat en una manta. Tria ara, n’estem fins ah pebrots!.

—Senyors —intervenia jono són maneres a Acaia de parlar a una reina i menys a casa seva.

—Qui t’ha donat permís perquè parlis, castrat?

—Jo castrat? No sóc cap capó, jo sóc Homer, servidor de Laertes, que és fill d’Arcisi i Calcomedusa, i sóc servidor que no eschu, i escriptor de mèrit. Sóc un home tan lliure com ho sou vosaltres.

—Doncs aquí hi ets de més, per que no te’n vas?

—Perquè fins la tornada de l’enginyós Odisseu, per ins­trucció de Laertes, no m’he de moure d’aquesta casa.

—Que dorms sota aquest sostre? —intervingué Eurímac.

—Sí, fins que torni Odisseu.

—I no estàs castrat.

—Zeus, no!

—Companys —tornà Eurímacatieu el foc i poseu oli a bu­llir, estireu d’aqueixa mortalla una cana de fil. Ctesip, deixa’m la daga.

—Ei, bromes no.

—Agafem-lo!

Cent vuit homes robustos m’assaltaren de cop, Demòptolem que arribà el primer, m’abraçà fort i clavà en el meu nas el seu tors pelut, olorós, nu. Entre els cops vaig sentir que em fregava l’esquena l’alè profund, l’espessa barba, l’as­pra faldilla de cuir d’Agelaos. Vaig caure, una aixella em fregà la cara i vaig sentir la suor vigorosa que emanava Pisandre, nascut de Políctor. M’estrenyé una cuixa la mà for­ta i bruna, colrada pel sol i el salnitre, de Pòlibos. Em col­pejaren punys, em subjectaren mans, avantbraços i braços; em negaven onades de carn, de pell, de pèl, de cuir, d’odor rància. Cridà Eurímac:

—Au a la taula, vinga el fil Leòcrat, vinga l’oli bullent Euríades, lliguem-li els testicles amb una corda i tirem amb força, castrem-lo amb la daga esmolada i amb l’oli de sèsam cauteritzem-lo.

Em tirà mà a l’entrecuix Eurímac, de tots ells el més jove, de sentor més bigarrada, m’agafà el membre amb força; i llavors cridà; saltà enrere, m’amollà espaordit i deixà caure la daga, llavors Antínous m’estirà els vestits i cridaren d’espant els cent vuit pretendents, es cobrí el rostre Penèlope (però diria que em llucà atenta sota el palmell obert), els ufanosos es feren enrere, espantats tots, menys Liodes que esbatanà la boca, se li eriçaren els pèls i d’il·lusió li ba­llaren les cames, es cobrí amb la mortalla Leòcrit, fill d’Evènor, tots tret de Liodes es cobriren púdicament amb corti­nes, mantells, coixins, estovalles. I això que era un dia molt xafogós de juliol.

Parlà Liodes, amb veu tremolosa:

—Deixem-lo estar que és inofensiu, si més no per a la rei­na. No es fa necessària la seva castració.

Mai vaig poder donar-li les gràcies, ni fer-lo amic. L’en­demà mateix Odisseu tornava a la llar i en la gran batussa li traspassà el coll. Ai.

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Manel Zabala

Manel Zabala (Barcelona, 1968)

[…]

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Manel Zabala
L’apèndix apòcrif

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Manel Zabala . ieu sabi un conte..Manel Zabala

ieu sabi un conte…

L’illot, 3
Ediciones DVD. Barcelona, 2001

ISBN: 9788495007445

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Príam i Hèctor, segons C.J.Cela, seguint uns dibuixos de Picasso

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Picasso - Príam

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EL NOBLE ANCIANO

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¡Qué amigo de sus amigos!
¡Qué señor para criados
………………..y parientes!
¡Qué enemigo de enemigos!
¡Qué maestro de esforçados
………………..y valientes!
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Jorge Manrique
Coplas por la muerte de su padre

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Príamo, el noble anciano rey, no ama la guerra. Príamo, el de la lanza gloriosa, no combate. Príamo sabe que Antenor está en lo cierto al proponer que Helena sea devuelta a Menelao, su esposo. (En forma de dulcísima yerba del monte, Antígona reclama a gritos su derecho a la esperanza.)

Sobre el cielo de Troya arde el dolor cuando Príamo, el noble anciano, entierra a su hijo Héctor, joven cazador de héroes alanceado por Aquiles, el vengador de Patroclo. Sobre el hueco vientre de Hécuba — reina que se convertirá en sierva, madre que se verá apartada de sus hijos— retumba el sordo tambor del funeral. (En forma de dulcísima y soberbia loba del monte, Electra reclama a gritos su derecho a la última venganza.)

Príamo, el noble anciano, llora en presencia de la destrucción: esa ruin estupidez sangrienta. (Los poetas épicos —los haraganes, los pordioseros, los débiles poetas épicos— piden limosna en verso heroico, bailando al son de los pífanos del vencedor, mientras la tropa arrastra, ignorando la gloria que le atribuyen, sus cadenas de hambre, de tedio o de indiferencia: hacéis un desierto y le llamáis la paz [Tácito] pero la aureola que corona vuestras cabezas no está tejida con hebras de oro sobre las que brilla el sol, sino que hiede a lívido fuego fatuo del cementerio. La guerra hace los ladrones y la paz los ahorca: las putas y los barberos, a la vejez os espero: algún día lucirá la paz en los campos de Troya.)

*   *   *

Antígona, la hija de los pintorescos escarceos de Edipo y de Yocasta, es pura y dolorosa, heroica y rebosante de misericordia (igual que un vaso colmado, lágrima a lágrima, de licor).

Electra, la hija del sadomasoquista trajín de Agamenón y Clitemnestra, es virgen y dolorosa, iracunda y eterna víctima y verdugo del tupido juego de odios y atroces galanterías que la envuelven (igual que un manto reposado, minuto a minuto durante largos siglos, sobre la carne).

Príamo, el noble anciano, llama «hija mía querida» a Helena, ¡después de la que armó! El mundo anda muy revuelto y el eco de los padres se confunde, a veces, con el inútil ladrar del gozquecillo faldero: del chucho que duerme, con la lengua fuera, bajo (que no sobre) la falda. Príamo, el noble anciano, sueña con morir (ante el altar de Zeus o donde fuere) sin tener tratos con Queequeg, el raro marica que arponeaba ballenas y se adornaba con cabezas humanas.

— ¡Tragaos vuestras demoníacas mañas igual que el condenado a muerte traga saliva, igual que traga el enfermo la soledad! ¡Quiero la vida de mis enemigos no para cortarla, como la mies madura, sino para oirla respirar y latir, como el aliento de las bestias! ¡Guardad bajo siete veces siete llaves la noticia que ni me importa siquiera! ¡Han muerto ya muchos de mis hijos en el combate y de su muerte nada (ni la salvación de la patria, ni la gloria eterna) me compensará! ¡La feroz y mantenida destrucción puede ser un buen lema caníbal pero no troyano! ¡Estoy harto de ver la sangre de los hombres corriendo sobre la agostada sementera! ¡Nada quiero y todo lo que me pertenece —hasta la vida— lo doy a cambio de la paz! ¡Sean mi corona y mi cetro para quien mejor los sepa ganar! ¡Sea mi corazón para el fuego, ya que no tengo poder bastante para entregarlo al olvido! ¡Sea mi caballo Frontalatte para el caballero Sacripante! ¡Sea mi espada Balisarda para el paladín Roldan! ¡Sean mis hijas para el tálamo del vencedor o para la tumba del héroe muerto! ¡Sea para mi voz, la paz!

Príamo, el noble anciano, con la cabeza levantada y en los ojos el radiante fulgor de la majestad, llamó aparte a Neoptólemo, alias Pirro, príncipe mirmidón, hijo de Aquiles.

— Neoptólemo, hijo de Aquiles, el esforzado, y de Deidamia la gentil, princesa de Esciro: los dioses han dispuesto que la moneda al aire de mi vida pinte en la inexorable y pálida cara de la muerte.

Príamo, el noble anciano, mudó el tono de su voz.

— ¿Te acuerdas, Neoptólemo, de la fábula que Esopo tituló La rana y los niños? Si haces memoria, podrás escuchar aún la estremecida palabra de la rana: —Esto que para ti, niño, es un juego, para nosotros, las ranas, es la muerte. ¿Recuerdas ahora?

Príamo, el noble anciano rey, volvió al enfático acento del hilo de su discurso.

— A ti entre todos, Neoptólemo, he elegido para el histórico trance de mi muerte. Mi hijo Paris mató a tu padre Aquiles. El hijo de Aquiles, para que las estrellas sigan rodando por el firmamento, debe dar muerte por su propia mano al padre de Paris.  Dentro de nueve lunas (para que en la caldera de mi corazón cobre forma la criatura de la caridad) te esperaré ante el altar de Zeus Herceo. Iré sin armas, para no herirme al caer.

En el cielo la novena luna, Neoptólemo mató a espada a Príamo, rey de Troya. Tuvo que darle dos tajos: el primero en la cara (que se la dejó como una calabaza) y el segundo en el cuello (que le separó la cabeza del tronco, salpicando de sangre hasta los más altos capiteles).

A Príamo, el noble anciano rey, lo lloraron amigos y enemigos, y sobre el mundo de tirios y troyanos revolaron los cien cuervos del luto.

*   *   *

De la floresta nacen, como melodiosos suspiros, las delicadas notas del salterio. Una dulce voz femenina entona las alabanzas del rey muerto, y el bronco coro de guerreros le responde. Está amaneciendo. (Todos los personajes de la acción se cubren con el antifaz.)

— ¡Qué amigo de sus amigos! ♠ (El rey Artús, Carlomagno.) ♠  ¡Qué señor para criados ♠  y parientes! ♠  (El Caballero de Olmedo ♠  y Aspromonte.) ♠  ¡Qué enemigo de enemigos! ♠  (Príamo a todos perdona.) ♠  ¡Qué maestro de  esforzados ♠  y valientes! ♠  (Los guerreros de su campo ♠  y el ajeno.)

En las ondas de la mansa mar sobrecogida, las sirenas lloran y lloran mientras los pescadores la cara en las ambas manosse ciegan para mejor oir el canto de la paz que resuena, por encima de los montes, en loor del rey que supo amarla.

28 – XI – 61

Camilo José Cela
Gavilla de fábulas sin amor
Tranco segundo: La historia troyana

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Picasso - Hèctor

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POR LA CIUDAD, NO POR HELENA

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¡O triste yo, sin ventura!
¡Un amor tan deseado
la muerte, que non se cura,
avérmelo así robado!
¡Maldito sea aquel día,
Archiles, en que nasciste!
Buen Ector, ¿qué te fazía,
que tanto mal me feziste?
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Marqués de Santillana
El planto que fizo Pantasilea

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Héctor combate por la ciudad, no por Helena. Héctor es la imagen misma del deber. Héctor sabe que Aquiles vengará a Patroclo, pero Héctor, en defensa de la ciudad, le corta el joven chorro de la vida. Todo salió según estaba escrito y Helena, ante el cadáver de Héctor, su cuñado, llora al más justo de los hombres. Pentesilea, reina de las amazonas y secreta enamorada del guerrero muerto (¡O triste yo, sin ventura! ♠ ¡Un amor tan deseado ♠  la muerte, que non se cura, ♠  avérmelo así robado! ♠ Buen Ector, ¿qué te fazía, ♠  que tanto mal me feziste?), maldice al capitán a cuyo embate también ha de suéumbir (¡Maldito sea aquel día, ♠  Archiles, en que nasciste!)

Paris, el amoroso, hiere al matador del hermano de un certero flechazo en el talón (el único punto de su cuerpo no mojado por el agua de la laguna Estigia) y lo remata, ya en tierra, de un tajo que le abre el pecho en dos. (Las palomas de Grecia chillaron, aquel día, como el gavilán.)

Andrómaca ha visto ya morir en la punta de la espada de Aquiles a su padre Eeción, el rey de Tebas, y a sus siete hermanos. [Y a su madre, atravesada por el dardo de la amargura.] Ahora sabe que Héctor, que es para ella «padre y madre venerables, y hermano, y esposo florido», también ha de caer ante Aquiles, y le llora —aún vivo y en su propia casa— como si muerto fuera.

Héctor, el sensato, no cree que los griegos luchen por el rescate de la bellísima esposa de Menelao, rey de Esparta. Paris, el príncipe que tañía la lira y pastoreaba ovejas, no raptó a Helena a la fuerza: que se vino con él enamorada y de grado y buena voluntad. Héctor piensa que Zeus provocó el combate, deseoso de aligerar la tierra del peso de tanto hombre como amenaza hundirla. Eris, la diosa de la discordia, fue sólo su instrumento. Hermes se llegó hasta las praderas del Ida, en pos de Paris: el príncipe músico y gañán. Él debe decidir a cual de las tres diosas [o cortesanas, al decir de Antíclides], Afrodita, Hera o Atenea, debe dársele la manzana que Eris, despechada porque no la habían invitado, arrojó sobre el cortejo nupcial de la nereida Tetis, la de los pies de plata como la espuma de la mar, y de Peleo, el cazador de bestias.

tum Thetidis Peleus incensus fertur amore,
tum Thetis humanos non despexit hymenaeos,
tum Thetidi pater ipse iugandum Pelea sensit.

Paris elige a Afrodita, la diosa del amor y de la hermosura, quien le enseña —en premio a su gentileza— las mañas que le brindarán, como un puntual presente, la pasión de Helena.

— No es preciso raptar —piensa Héctor, el prudentísimo— a una mujer que desea ponerse de camino. Menelao y los capitanes griegos bien lo saben, aunque el orgulloso silencio selle sus bocas. Si el poderoso Zeus piensa que sobran hombres pegándose, como la lapa a la roca marina, a la piel de la tierra, a nosotros los troyanos nos toca demostrarle que no somos los que debemos desaparecer.

Héctor, el aplomado, no es un guerrero brillante: que es un soldado eficaz. Héctor, el discreto, sabe pelear pero ignora las arrebatadoras artes de la arenga. Héctor es la viva imagen de la acción: la leal estampa del hombre que defiende la misma tierra que pisa (la ciudad de Troya). Héctor, el sereno, sabe que la lanzada que mata por la patria es el glorioso pasavante de la última navegación. (La dulcísima Tecla von Wallenstein, la flor del corazón de Max Piccolomini, pudo haber pensado que se sabe a ciencia cierta todo lo que se cree con los ojos cerrados y los pies juntos.)

*   *   *

Héctor, que pelea con el pecho al aire —como el azor—, se cubre el cuello con una breve y herrumbrosa cota en figura de mágica mano de Fátima; poco le defiende —cierto es— pero Héctor, que nació para morir en la guerra, no ignora que de nada vale querer vivir un solo día más de los dispuestos por el inexorable destino.

— ¡Sálvese la ciudad, que es lo eterno: perezcan los efímeros hombres en su defensa! ¡Que el todopoderoso Zeus vea, con sus propios y fuertes ojos, que los troyanos no volvemos la cara al deber! Paris, mi gracioso hermano, nació para el amor y la música y la cortesía. Cada cual es hadado por los sabios dioses a un fin previsto y nadie debe nadar a contracorriente de los divinos deseos. Admiro en Paris, mi hermano, su galana apostura, la belleza y el ritmo de sus facciones, el noble aliento de sus lides de amor. Otro es mi rumbo, más espinoso pero no menos noble ni necesario.

Héctor, sentado entre sus soldados y con una copa de vino en la mano, siguió hablando con muy evidente seriedad.

—   Pero os equivocaríais de medio a medio si pensaseis que Paris, mi apuesto hermano, es incapaz de empuñar las armas con igual arrojo y valentía que el más valiente y arrojado de vosotros. Os diré más (servidme vino, d’Artagnan, y desarrugad el ceño que os preocupa): cuando Aquiles se haya cobrado en mi sangre el precio de la derramada sangre de Patroclo, será Paris, con su certera puntería, mi único vengador. Recordad siempre las palabras que acabáis de oir.

Los guerreros, con el mirar clavado en el suelo, guardan silencio. Ninguno de ellos hubiera osado contradecir a Héctor, pero ninguno de ellos, tampoco, cree que sus palabras estén lastradas de verdad sino de amoroso y bien medido y sopesado afecto.

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Cuando Aquiles, con las armas nuevas que Vulcano le forjó por orden de Tetis, derriba —mortalmente herido— a Héctor, el predestinado, el cielo de Troya se cegó de dolor.

Héctor, en la agonía (la que fue soberbia y desafiadora cresta de gallo de pelea, flaccida ya y derrotada sobre el duro suelo), aún tuvo tiempo de mirar para los recios muros de Troya, las altas piedras condenadas a ser, mientras la tierra dé vueltas, polvo de las sandalias caminantes.

29 – XI – 61

Camilo José Cela
Gavilla de fábulas sin amor
Tranco segundo: La historia troyana

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[…] la intención de Cela no consiste, de ningún modo, en llevar a cabo una «écfrasis». Esto se debe al hecho de que la «ilustración verbal» de Cela no es fiel, pues no respeta el dibujo. Aparenta inspirarse en él, pero acaba casi siempre por parodiarlo. Es decir, el dibujo (pre-texto visual) se aprovecha como punto de partida de un minirelato que no es ecfrásico sino, a lo sumo, un simulacro de écfrasis. Esta simulación, o sea, la decepción intencionada de la expectativa –por parte del lector- de estar ante la descripción seria de aquel dibujo que se ha impreso al principio del relato, la podríamos considerar una técnica seudoecfrástica.

Creemos, no obstante, que lo esencial de la relación texto/imagen en Cela no está en la descripción, sino en el comentario. De hecho, no vemos a Cela en la tradición de la écfrasis, sino de la emblemática. Como es sabido, el emblema resulta de la combinación de una imagen (pictura) con un lema (inscriptio) y un comentario (suscriptio). Durante el Renacimiento y el Barroco, el comentario tiene la función de aclarar el significado de la imagen. En muchos casos se le atribuye un significado simbólico, moral o didáctico. De todos modos, la pictura y la suscriptio forman un todo homogéneo y persiguen la misma intención semántica. Y esto, precisamente, no es el caso en la combinación de pictura y suscriptio que hay en el relato híbrido de Cela. El comentario celiano no es leal, sino irónico y burlesco. Explica, a lo sumo, un aspecto periférico de la imagen y se dedica, por lo demás, a minarla y subvertirla. Esta falta de solidaridad entre comentario e imagen es el rasgo constitutivo de lo que podemos denominar seudoemblema celiano.

En su famoso ensayo Laocoonte (1756), Lessing expone —simplificamos aquí la argumentación— que lo específico de la pintura (arte simultáneo) es la descripción, mientras que lo específico de la literatura (arte sucesivo) es la narración. Cuando un pintor quiere representar una acción, lo debe hacer —según Lessing— mediante el «momento fecundo», o sea, debe pintar una escena que permita extrapolar un antes y un después. Cuando, por un lado, un escritor como Homero, quiere describir un objeto suele renunciar a la abrumadora enunciación de rasgos característicos y narra, en lugar de ello, la génesis o producciónd el objeto (por ejemplo, un escudo).

Cela, en sus relatos seudoemblemáticos, hace algo parecido. No recurre a la descripción de la imagen (lo estático), sino a su narrativización (lo dinámico). Es decir, la imagen se convierte en acción. Como hemos dicho, el término “relato seudoemblemático” lo utilizamos tan sólo si la imagen es un dibujo, un grabado o un cuadro. (Los relatos basados en fotos funcionan d emanera distinta y se tratarán en un capítulo aparte). Hablamos, pues, de textos “seudoemblemáticos” cuando nos referimos a libros como Gavilla de fábulas sin amor, Once cuentos de fútbol y El solitario.

 

Cela - Picasso - Gavilla

1.2.- Gavilla de fábulas sin amor

La primera colección de relatos seudoemblemáticos se publica en 1962 bajo el título Gavilla de fábulas sin amor. Tenemos poca información acerca de la génesis del libro. Lo que sí sabemos, es que, en 1960, Cela viaja a Cannes para enseñarle a Picasso el número monográfico de Papeles de Son Armadans dedicado al pintor malagueño. Picasso está encantado y hace “un dibujo diferente en cada uno de los ejemplares destinados a los colaboradores del homenaje” (Cela Conde 2002: 127). Cela toma enseguida la decisión de escribir textos sobre los dibujos de Picasso y reunirlo todo en un libro. Al poco tiempo, el pintor da su consentimiento. Aunque el ministro de información (Arias Salgado) prohíba la publicación por el carácter presuntamente pornográfico de los dibujos, con la toma de posesión del cargo por Fraga, en 1962, el libro puede salir.

Gavilla de fábulas sin amor consta de dos partes. Algunos dibujos de la primera parte, a pesar de su carácter no mimético, se pueden relacionar con aquellas personas que estuvieron en los encuentros de Cannes. La segunda parte es, recpecto del tema, más homogénea porque Cela trata, en los correspondientes relatos, de la mitología griega y la guerra de Troya. […]

 

Christoph Rodiek
Del cuento al relato híbrido: en torno a la narrativa breve de Camilo José Cela

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Cela - Picasso - GavillaCamilo José Cela

Gavilla de fábulas sin amor

Ilustraciones de Picasso

Museo Secreto

Ed. Alfaguara. Barcelona, 1965

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Les sirenes a l’Elpènor de Jean Giraudoux

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Jean Giraudoux - Elpénor 2

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Elpénor est un récit; et c’est une œuvre de jeunesse. Une première édition a paru en 1919; puis Giraudoux a ajouté une suite, et le vrai Elpénor, complet, a paru en 1926. Les souve­nirs des études de jeunesse sont encore frais; et cet ouvrage charmant se présente comme une plaisanterie — en argot de l’École Normale, on dirait un «canular».

Le héros, les personnages, les aventures, tout vient tout droit de l’Odyssée, Mais, en un sens, c’est une contre-Odyssée, puis-qu’au lieu de se dérouler essentiellement autour d’Ulysse, le récit est dédié au matelot dont Homère précise qu’il ne se distingua jamais ni par sa valeur ni par sa prudence. Et l’épi­sode final, qui correspond à l’arrivée d’Ulysse chez les Phéaciens, imagine qu’Elpénor arrive à la place d’Ulysse et que les Phéaciens, prévenus, lui offrent en vain des épreuves où il de­vrait se déclarer, mais où il échoue toujours.

Une contre-Odyssée, donc. Et une œuvre qui se sert d’Ho­mère pour refuser résolument tout grandissement épique, choisissant bien plutôt l’humain et le quotidien. Déjà se dessine une philosophie: le choix de Giraudoux ici sera ailleurs celui de son Alcmène…

Mais le récit est aussi une contre-Odyssée par son ton et sa fantaisie.

L’irrévérence est partout. Giraudoux s’amuse à mêler l’an­tique et le moderne, l’épique et le familier. Le récit est coupé de bouts rimes — du genre de l’épigramme qu’Elpénor est censé avoir composée pour Hercule:

Hercule — parlons moins fort ! —
A tué le lion de Belfort.

Ou bien l’on trouve des plaisanteries d’étudiant — comme lorsque Giraudoux écrit : «Le Cyclope se frappa le front — sur le côté comme font les Cyclopes quand ils ont une idée.»

Certes, il n’y a là rien de très nouveau. On a commencé dès l’époque d’Homère à faire des farces sur l’épopée : témoin ce Combat des rats et des grenouilles, que l’Antiquité prenait par­fois pour une œuvre d’Homère! On a continué à toutes les époques — comme la Belle Hélène est là pour nous le rappeler. Et Giraudoux n’est ni le premier ni le dernier à avoir ainsi plaisanté au XXe siècle.

Mais son originalité est d’avoir associé à ce ton de plaisan­terie et d’anachronisme toute une vie concrète, très familière, mais poétique, avec des saveurs, des odeurs, des couleurs — comme ces larmes d’espoir que verse le Cyclope : «Elles tom­baient dans le seau où le lait caillait, et il fit ce jour-là le plus délicieux de ses fromages.» L’exemple prouve aussi qu’avec cette poésie concrète vient la tendresse. Alors que l’on re­trouve, par exemple chez Gide ou chez Anouilh, les procédés de la modernisation, du jeu intellectuel, de l’anachronisme, cette présence d’un monde humain nimbé de poésie est propre à Giraudoux et donne à son ton un attrait sans pareil. C’est un peu comme la buée légère qui enveloppe un fruit jamais encore touché. C’est aussi comme un perpétuel clin d’œil, qui se mo­querait mais rayonnerait d’indulgence, qui toucherait ensemble l’esprit et le cœur.

De fait, la moquerie et la poésie naissent ici d’un même sentiment de connivence et d’amitié avec ces œuvres grecques dont la jeunesse de Giraudoux fut nourrie.

[…]

Jacqueline de Romilly
L’amitié de Giraudoux avec l’hellénisme: Elpénor

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Las sirenas

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Jean Giraudoux - Muesrtes de Elpenor

Bogaba la nave a la deriva. Los remeros habían rodado bajo sus bancos, ebrios, mas esta vez de fatiga. ¡Veinte años duraba el banquete de Tro­ya! Y los tripulantes lamentábanse con el menor estrépito posible, mientras masticaban menudos cordajes para engañar el hambre y la sed, pero re­sueltos a no moverse por nada del mundo. Enton­ces, el sagaz Ulises hizo tocar por Perimedes la corneta que los congregaba para la cena y todos se abalanzaron, excepto, como siempre, Elpenor, que adquirió de los Lotofagos el hábito de fu­mar, derrumbado en el entrepuente.

—¡Qué maravilloso banquete se apresta!… — clamaban los marineros—. ¡Oh, Ulises, tú, en quien hasta el silencio promete, cuanto más nos valdrá la de tu trompeta!… ¡Ya no sentimos sed, hijo de Laertes, pues un agua deliciosa nos inva­de la boca!

Así dijeron mientras repiqueteaban con los cu­biertos contra los escudos, pues los platos peque­ños habían desaparecido durante el largo asedio.

—¡Ay! —dijo Ulises— para un banquete la trom­peta nos congrega ¡mas no será el vuestro!… Nos reúne para pitanza de los monstruos ante los cuales nos hará desfilar de inmediato el tapiz mo­vedizo del mar. Dentro de una hora nos encontraremos al alcance de las tres sirenas. Tras hora y media pasaremos a la vera de la ignoble perra, la divina Scylla. Dentro de dos, si alguien entre nosotros perdura, desfilará ante el infecto Caribdis, a los dioses semejantes.

El entusiasmo de los tripulantes no conoció lí­mites.

—Rey de Itaca —clamaron— lo habíamos su­puesto: tus mismas promesas sobrepasas.

Ulises rehusó las alabanzas.

—¡Camaradas! —se lamentó Ulises— ¡Amados compañeros!. . . Seis de entre vosotros, mis seis favoritos, los seis más valerosos, serán devorados de inmediato por las sirenas.. .

Mas los compañeros de Ulises acogieron sin temblar la infausta nueva.

—¡Ay! —repusieron en coro— ¿Por qué no se­remos esos seis privilegiados?… ¡Es grato pere­cer para salvar a los hermanos!… Ulises, no nos honres con tu preferencia… Tú, que descubris­te a Aquiles bajo atavíos de mujer, habrás sin duda entrevisto bajo nuestras armaduras almas femeninas… ¡Ay! ¿Por qué somos cobardes?… Abriguemos, por lo menos, el valor de recono­cerlo… Nos satisfaceremos escuchando el cántico de las sirenas… Dicen que la música engaña el hambre.

—¡Guárdense muy bien de hacerlo!… —repu­so el hijo de Laertes—. Tan sólo yo, al mástil amarrado, gozaré del deplorable llamado… La tripulación remará, tapadas las orejas con trozos de cera. Siempre que sea posible encontrarla aún…

—¡Oh, Ulises —replicaron los marineros— bas­taría para hallarla seguir las abejas innumerables que sin reposo pasan entre tus labios!…

Después, precipitáronse a la despensa, donde, en cajas de bizcochos, conservaban trozos de cera para tapar los agujeros que en el casco del navio horadan los gusanos del mar. A su retorno vie­ron a Ulises buscando afanosamente la cuerda que debía ligarlo al palo mayor. Irritábase sin hallarla.

—Ulises —le dijeron— sólo existe una cuerda sólida. Es la que desliza tu palabra alrededor del cuello del auditorio y lo trueca por siempre en tu prisionero.

Hablando, afanábanse por unir los trozos dis­persos de cordel, su único alimento.

Era tiempo. Ya elevábase la costa Trinacria, palpitante y como si naciera. No habían terminado de llegar a sus bancos cuando las seis cabezas de Scylla —espantosos dedos de una mano con exce­so perfecta—, arrebataron seis de los marineros. Ulises, junto al mástil, los vio volar, saludándolo por encima de su cabeza.

—Es hermoso —gritaban— morir víctimas de las sirenas.

Cuidóse de desengañarlos el rey de Itaca. An­sioso por verlos satisfechos, simuló una sonrisa ante el fin horroroso. Suele ocurrir lo mismo en las ciudades cuando los jóvenes, extraviados por una mujer sin pudor, creen hasta lo postrimero de la ancianidad haber sido las víctimas del amor en persona. ¡Que la ignominia caiga sobre quienes los saquen de su error!… Mas ya Caribdis inun­daba la cubierta, la trirreme íntegra, de bilis, san­gre y baba…

Por fin surgieron las sirenas. Cada una de ellas erguíase sobre un promontorio y, totalmente des­nuda, agitaba con desgana su túnica como el náu­frago protestante y pudibundo que hubiera debi­do desvestirse para atraer al salvador. La prime­ra era rubia, la segunda morena, la tercera pe­lirroja. Eran los colores que prefería el hijo de Laertes entre las mujeres y ya tendía hacia ellas sus brazos venerables cuando se dejaron oir. Mas, precisamente ese día, melancólicas, como suele ocurrirle a las poetisas cuando las han desengaña­do los poetas, no las enfurecía el odio contra los navegantes, los exploradores, los inventores… Por lo contrario, sentíanse inclinadas a revelar a esos timoneles sus divinos secretos.

—Ulises amado —cantó la primera de ellas—, si llevas tu navio hasta más allá de las columnas de Hércules, si vogas durante treinta días y treinta noches —hasta haber costeado una isla lo bastan­te ancha como para que mujeres de ojos de fue­go tiendan de través sus hamacas—, llegarás a un continente nuevo donde salvajes rojos con plu­mas tricolores cabalgan los cocodrilos: ellos los llaman caimanes. Entonces, una tarde, contem­plando como surge la vela del navío antes del casco, germinará en tu mente la idea de que la tierra es redonda.

Mas Ulises no lograba oiría, pues los tripulan­tes, para aligerar el remo, entonaban a plena voz el elogio del Catoblepas, que, cuando acosábale el hambre, con sus propios pies se nutría. Traspues­to el promontorio, cada hilera de remeros liberó el oído del lado de Ulises de su tapón de cera.

—Amo nuestro —gritaron— ¿qué te dijo la sire­na?… Convulso de placer, doblabas el mástil co­mo a un junco.

—¡Un cántico realmente divino!… —mintió Ulises, ansioso por no defraudarlos—. Amigos, es­cuchad la copla hechicera:

“¡Oh, dueño de la luz, oh esplendoroso
duque en la claridad, lámpara pura,
tómate a mí, sirena, en tu ardoroso
lecho de brasas donde el luego dura!”

Pronto, tapaos los oidos; llegamos al segundo promontorio…

—Ulises amado —cantó la segunda sirena— re­clínate un día bajo el manzano y contempla caer sus frutos. Quizá, entonces, un relámpago atra­viese tu cerebro. Distráete, también, observando lo que ocurre si mezclas el carbón de madera api­sonado con salitre común. En un tubo de bronce, en sus extremos horadado, raya el alma del tubo si tu enemigo está lejos, vierte tu mezcla, introduce después una bola de piedra y  enciéndelo con ayuda de una mecha inflamada.

Pero el cantar de los marineros cubría su voz:

— ¡Necio el hambriento que sólo de manjares se preocupa! —vociferaban—. Arranquemos su recuerdo de nuestro pensamiento, como se arran­ca del buey inmolado los inmensos pulmones, el suculento hígado y la entraña nutrida… Basta de aludir en nuestros cantos a los higos que esta­llan sobre Baco como divinos parásitos atiborra­dos de púrpura. Olvidemos las tenebrosas uvas, pendientes de la vid como racimos de almejas… ¡Ni una palabra pronunciemos que a los peces re­cuerde!… ¡Y si alguien nos pregunta, oh, camaradas, por la miel y el vino y la cuajada, juremos no conocerlas!… Mas, traspuesto ya el islote ¿qué dijo la segunda sirena? Ulises, nadaban en lágri­mas tus ojos y las uñas ensangrentaban tu pecho. ¿Insultó acaso tu prestigio?

— Tan sólo injurió mi alma modesta, —repuso Ulises—. Rubia era y lo hizo con malicia. Sabed como esgrimió la alabanza indirecta:

“Me disgusta, divino;
lo abomino, adorable,
¡Te amo, oh detestable,
efímero y cetrino!”

—Ulises ¿cómo pudiste resistir tan bello madri­gal?… ¡Déjanos, déjanos doblar el nudo de tus cuerdas!

Así clamando ensordecieron de nuevo los oidos del héroe, pues ya, resplandeciente, la tercera si­rena, la pelirroja, giraba sobre su promontorio como la luz de un faro.

—Ulises —cantaba— ¿ansias que tus hazañas no perezcan?… Inventa, entonces, signos que sean imagen de las palabras o de fragmentos de ellas. Grábalos, —al revés, no es preciso aclarártelo—, sobre una plancha de madera o de cobre. Cúbre­lo todo con un aceite oscuro y aprieta el molde contra un tejido. Si deseas vengarte de Aquiles, no grabes su nombre en el metal y no habrá Ilíada.

Pero los marineros vociferaban hasta desgañitarse.

—Saturno nutríase de piedras con pañales, mas no se encuentran rocas sobre el cambiante mar… Ulises, uno de tus ojos salíase de su órbita y rete­nías en vano sobre tu cuerpo las vestiduras que arrebataba el viento… ¿Osó esa pelirroja insul­tar tu pudor?

—Camaradas —suspiró Ulises desganado y sin deseos de improvisar—. ¡Cuan delicioso!…

—¡Felices sirenas —prorrumpió el coro deliran­te— felices sirenas que tienen a Ulises por eco!… ¿Qué dijo esa hechicera?

—¿Qué dijo?… —repitió Ulises, corto ya de inspiración—. Me dijo… me dijo prefiriendo a la rima la asonancia… moduló simplemente:

“Ulises
Caribdis
Sirena
Trirreme.”

—¡Qué himno prodigioso!… —comentó la tri­pulación defraudada.

Pero Ulises recobraba, a falta de un poema iné­dito, fragmentos de las odas aprendidas de su maestro y juzgó útil para su nombradía dejar a su auditorio bajo una impresión más brillante.

—Verdad es, marineros, que esos versos parecen mediocres modulados por la voz humana. Mas, es­cuchándolos, a ellos no se los oía. Las cuatro pa­labras de la sirena pelirroja, al llegar al oído, transfigurábanse de improviso en un cantar ex­traño que oprimía el corazón y, cada una de ellas abría el cerrojo de una época distinta. Arreba­tado lejos de la Hélade y de nuestros tiempos heroicos, veíase, dentro de tres mil años, sobre la tierra tapizada de las Galias, un pueblecito sin al­calde e insondable amor por la pesca del cangrejo y la caza del huevo de Pascua en las verdes pra­deras saturaba el alma de mortal ansiedad.

Escuchad este fragmento —tan irreal, luminoso, logrado a costa de irradiaciones y reflejos— que para alabarlo es preciso usar vocablos de óptica:

“Veo de Bellac
la triste abadía,
el Mail y ese lago
que no existe;

Y veo también
a Otoño en persona
soplar en un cuerno,
que no suena;

¡Ferias del estío!
Y tía Solange
odia al invitado,
que no come.

Mi juventud…—¡Dios,
sabe sin encanto!… —
de un corazón seco
extrae esta lágrima.”

—¡Qué reflejo!… ¡Qué prisma!… ¡Qué ful­gor!… —exclamaron los marineros de Ulises que, sabiéndolo por sobre todas las cosas deseoso de re­citar sus epigramas, proponíanse lisonjearlo—. ¿Oh, rey de Itaca, no es acaso verdad que el segundo canto, como el espejo ante el espejo, apenas po­sado en el alma y por ella violentamente rechaza­do, transformábase en un estallido de risa de la sirena y se la hubiera creído recitando versos fes­tivos?

—Precisamente ¡oh, griegos sagaces! —replicó Ulises caído en la trampa—, creíase oir un epigra­ma. La sirena aludía a esa obesa danzarina que tuve ocasión de ver en el teatro de Colonna y bajo cuyo andar crujía la escena. Es el producto de la constante rivalidad de bailarinas y cantan­tes. Así decía:

“¿Por qué Eva, bailarina,
jamás a Colonna va
y no danza en esa escena?:
¡La acústica la encadena!”

Mas ya la tripulación adormilábase, hasta tal punto exhausta que ni siquiera pensó en desatar las ligaduras de Ulises —¡su único alimento!— ni en arrancarse los tapones de cera… El navio bo­gaba, sin más oidos que para las olas; y Ulises oía, sin que nadie se lo impidiera esta vez, la voz terrible del océano, la cuarta sirena. Contento de hallarse maniatado, opreso por vaga sensación de culpa, despreciaba de pronto a los poetas, gentes que se enorgullecen de escuchar las musas y a quienes sólo llega a sus oidos el clamor de los hombres.

—¡Por lo menos —reflexionaba— las he visto!…

No se veía la costa. El sol poniente iluminaba el flanco de estribor de la nave y el derecho de los tripulantes, ese rozado por las mismas sirenas; y perduraba sobre ellos el enrojecimiento como sobre el brazo inocente que rasguñaron las ortigas. La popa estaba cubierta de inmundicia; de sangre la proa. Pendían las velas, sucias de fango y de espuma…

Fué entonces cuando Elpenor, finalizada su pi­pa, ascendió del entrepuente. La tempestad ase­diaba el navio. Vacilante sobre sus piernas inse­guras, sonreía. Alabó, entonces, al cielo, por haberle dispensado una calma jornada y una noche apacible. Y dijo, mientras sus ojos vagaban des­de la proa al timón:

—¡Bello y amado navio!… ¡Cuan limpio y re­luciente eres!… ¡Cuánto se alegraría contem­plándolo nuestra prima la intendente, Euriclea, hija de Ops, nacida a su vez de Pisenor!…

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Jean Giraudoux
Muertes de Elpenor
Traducció de Julio Ellena de la Sota

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giraudoux

Jean Giraudoux (Belac, Alta Viena, 1882 – París, 1944)

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Les sirènes

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Jean Giraudoux - Elpénor

Le navire allait à la dérive, car les ra­meurs avaient roulé sous leur banc, ivres, mais de fatigue. C’est que le banquet de Troie avait duré vingt ans. Ils se lamen­taient, le moins bruyamment possible, mâchant de menus cordages pour tromper leur faim, leur soif, et ils étaient résolus de leur vie à ne plus bouger. Alors l’astu­cieux Ulysse fit sonner par Perimède la trompette des repas, et tous s’élancèrent, à l’exception toutefois d’Elpénor, qui avait pris des Lotophages la coutume de fumer, affalé dans l’entrepont…

— Quel merveilleux repas pour nous s’apprête! criaient les matelots. O Ulysse, toi qui tiens les promesses mêmes de ton silence, que ne vaudra pas la promesse de ta trompette ! Voilà déjà que nous n’avons plus soif, ô fils de Laerte, une eau délectable nous montant à la bouche!

Ils dirent et tapaient de leurs cuillers contre leurs boucliers, toutes assiettes moindres ayant disparu au cours du siège.

— Hélas, dit Ulysse, c’est bien un repas que la trompette a sonné, mais pas le vôtre. C’est le repas des monstres devant lesquels nous fera défiler aujourd’hui le tapis rou­lant de la mer. Dans une heure nous pas­sons à portée de voix des sirènes; dans une heure et demie au large de l’ignoble chienne, la divine Scylla; dans deux heures, s’il en reste, devant l’infect Charybde, semblable aux dieux!

L’enthousiasme de l’équipage ne connut plus de bornes :

— O Roi d’Ithaque, cria-t-il, nous l’avions dit! Tu surpasses tes promessesmêmes.

Mais Ulysse refusa leur louange:

— O mes chers compagnons, gémit-il, six d’entre vous, mes six favoris, les six plus courageux, vont être dans l’instant dévorés par les sirènes…

Mais ils reçurent sans trembler la fatale nouvelle:

— Hélas! crièrent-ils d’une voix, pour­ quoi ne sommes-nous pas ces six favoris? Il est doux de périr pour sauver ses frères! Mais, ô divin Ulysse, tu ne nous honores point de ta préférence, à juste titre, et toi qui découvris Achille sous des robes, tu as su, sous nos armures, découvrir des âmes femelles. Hélas! Pourquoi sommes-nous lâches? Ayons du moins le courage de notre lâcheté. Nous nous contenterons donc d’écouter le chant des sirènes, la musique, dit-on, trompe la faim!

— Gardez-vous-en bien! répartit le fils de Laerte. Seul, attaché au mât, je jouirai de leur déplorable appel. Vous autres rame­rez, les oreilles bouchées par des tampons de cire. Si toutefois vous trouvez de la cire!

— O Ulysse, s’écrièrent les matelots, il sulht de suivre jusqu’à leur ruche les innom­brables abeilles qui sans répit paissent tes lèvres!

Ils dirent et se précipitèrent à la cam­buse, où, dans des boîtes de biscuits, ils conservaient les blocs de cire dont on comble les trous que les vers de mer per­cent dans la coque. Déjà ils revenaient, et voyaient Ulysse chercher vainement les cordes qui devaient le lier au grand mât, n’en point trouver, s’en irriter:

— O Ulysse, crièrent-ils, ils n’est qu’une corde solide, celle que ta parole passe au col de tes auditeurs, et pour jamais ils sont tes prisonniers!

Et cependant ils s’empressaient de réu­nir par des noeuds les morceaux épars de cordages, leur seul repas.

Il était temps. Déjà s’élevait la côte trinacrienne, palpitante et comme si elle naissait. A peine regagnaient-ils leurs bancs que les six têtes de Scylla, effroyables doigts d’une main trop complète, hapèrent six matelots. Ulysse de son mât les vit voler au-dessus de sa tête, et ils le sa­luaient!

— Il est beau, criaient-ils, de mourir victimes des sirènes!

Le roi d’Ithaque se gardait de les dé­tromper, et, les voulant heureux, il feignait de sourire à leur fin honorable. C’est ainsi, dans les villes, que les jeunes gens égarés par une fille sans vergogne croient jusqu’à leur dernière vieillesse avoir été victimes de l’amour lui-même, et honte à qui les tire de l’erreur! Mais déjà Charybde inon­dait le carré, la trirème entière, de bile, de sang et de bave.

Enfin les sirènes apparurent. Chacune était debout sur un promontoire, et, toute nue, agitant maussadement son péplum, semblait une naufragée protestante et pudi­bonde qui dût se dévêtir pour appeler le sauveteur. La première était blonde, la se­conde brune, la troisième rousse: c’étaient les couleurs que le fils de Laerte préférait chez les femmes et déjà il tendait vers elles ses bras vénérables. Alors s’élevèrent leurs voix. Mais ce jour-là, mélancoliques, et comme parfois les poétesses quand les poètes les ont déçues, elles ne se sentaient point de haine pour les navigateurs, les explorateurs, les ingénieurs, et résolurent au contraire de révéler à ces timonniers leurs secrets divins.

— Cher Ulysse, chanta la première, si poussant ton bateau au delà des colonnes d’Hercule, tu vogues trente jours et trente nuits, après qu’il aura côtoyé une île longue, mais juste assez large pour que les femmes aux yeux de feu tendent en travers leurs hamacs, tu aborderas un nou­veau continent, où des sauvages rouges coiffés de plumes tricolores s’asseyent sur des crocodiles (là-bas appelle-les caïmans), et un soir, voyant la voile d’un navire avant sa coque, l’idée te viendra que la terre est ronde!

Mais Ulysse ne pouvait entendre, car les matelots, pour alléger la rame, avaient entonné l’éloge du Katablépas qui se nourrit, quand il a faim, de ses propres pieds. Puis, doublé le promontoire, chaque bord enleva, de l’oreille qui donnait sur Ulysse, le petit tampon de cire.

— O maître, criaient-ils, que t’a dit la sirène ? Tu te convulsais de désir, le mât se courbait comme un jonc…

— Un chant divin! répliqua Ulysse, car il ne voulait point les décevoir. O mes amis, écoutez ce couplet enchanteur:

Ulysse, empereur des lumières,
Lampe des yeux, duc des clairières,
Si brillant, si bel et poli,
Prends-moi Sirène dans ton lit!

Mais rebouchez vos oreilles, camarades, hâtez-vous, voici le second promon­toire!

— Cher Ulysse, chanta la seconde sirène. Etends-toi un jour sous un pommier et regarde tomber les pommes. Peut-être un éclair traversera-t-il alors ton cerveau. Ou encore amuse-toi, pour voir, à mélanger du charbon de bois pilé avec du salpêtre vulgaire. Dans un tube de bronze foré aux deux bouts (rayes-en l’âme si ton ennemi est plus loin), verse ta mixture, un boulet de pierre et enflamme le tout, par aide d’une mèche allumée.

Mais le chœur des matelots couvrait sa voix:

—  Il est stupide pour un affamé, criaient-ils, de parler toujours de repas! Tirons de notre pensée, comme on le fait du bœuf assommé, les larges poumons, les foies succulents et la nombreuse fraise! Plus d’allusions dans nos chants aux figues, qui éclatent sur Bacchus comme de divins parasites gorgés de pourpre, aux raisins noirs qui pendent aux treilles comme des grappes de moules! Pas un mot d’ailleurs des poissons ! Pour le vin et pour le miel, pour la crème et pour le caillé, affirmons, ô mes camarades, que jamais nous n’en avons vu… Mais le cap est dou­blé, ô Ulysse, que t’a dit la seconde sirène? Tes yeux nageaient dans les larmes, de tes ongles tu ensanglantais ta poitrine… Aurait-elle insulté ta gloire?

— Elle n’insulta que mon âme modeste, répartit Ulysse. Aussi bien elle le fit avec malice: c’est la blonde. Ecoutez, écoutez comme elle manie la louange indirecte:

Moi je déteste l’adorable,
Le divin me déplaît,
O qui es-tu, toi que j’adore,
Mortel et laid!

—O Ulysse, clama l’équipage, comment as-tu pu résister à ce madrigal! O laisse-nous, laisse-nous, faire un double nœud à tes cordages!

Ils dirent et assourdirent à nouveau leurs oreilles, car déjà, étincelante, la troi­sième sirène tournait sur son cap comme le jet d’un phare.

— O Ulysse, chantait-elle. Veux-tu que tes exploits ne périssent jamais ? Conviens alors de signes qui seront l’image des mots ou des fragments de ces mots mêmes. Grave-les, à l’envers il va sans dire, dans une table de bois ou de cuivre, enduis le tout d’une huile noire, et presse-le contre un tissu. Si tu veux te venger d’Achille, ne traduis point son nom dans le métal, et il n’y aura pas d’Iliade!

Mais les matelots clamaient à perdre haleine:

— Saturne se nourrissait de bornes emmaillotées, mais il n’est même pas de bornes sur la route changeante des flots!.. O Ulysse, un de tes yeux sortait, et tu rap­pelais en vain sur ton corps le voile qu’en écartait le vent. Cette rousse aurait-elle insulté ta pudeur?

— O mes compagnons, soupira le roi d’Ithaque, soudain las d’improviser, quelles délices!

— Heureuses sirènes, cria le chœur déli­rant, heureuses sirènes qui ont Ulysse pour écho. 0 Ulysse, qu’a dit cette enchan­teresse?

—   Ce qu’elle a dit? répéta Ulysse, cette fois court d’inspiration… Elle a dit… elle a dit… préférant aux rimes l’assonance; elle a dit simplement:

Ulysse
Charybde
Sirène
Trirème

— Quel hymne merveilleux ! cria l’équi­ page déçu.

Mais Ulysse auquel revenait, à défaut d’un poème inédit, la mémoire et les frag­ments des odelettes apprises de son maître, crut utile pour son prestige de laisser ses sujets sous une plus brillante impression.

— Certes vous avez raison, ô matelots, reprit-il, et ces quatre vers semblent mé­diocres, répétés par l’humaine voix. Mais, aussi, en les entendant, ce n’est pas eux qu’on entendait. Les quatre mots de la sirène rousse, parvenus à votre oreille, devenaient soudain un chant étrange, et qui rongeait le cœur, et chacun ouvrait la serrure d’une époque inconnue. Portés loin de la Grèce et de nos temps illustres, on se voyait, dans trois mille ans, sur la terre tapissée des Gaules, dans une bour­gade sans préfet, et un insondable goût pour les pèches à l’écrevisse, la chasse aux œufs de Pâques par des vertes prairies donnait à l’âme un mouvement mortel! Voici ce petit morceau, et pour le louer, tant il semble irréel, lumineux, obtenu par des reflets et des rayons, on ne peut guère employer que les mots d’optique…

Je vois de Bellac
l’abbatiale triste,
le Mail, et ce lac
(Qui n’existe !)
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Et je vois encor
L’automne en personne
Sonner dans un cor
Qui ne sonne;
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La foire d’été;
et tante Solange
haïr l’invité
Qui ne mange;
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Ma jeunesse avec,
Qui, — Dieu sait sans charme ! —
Tire d’un coeur sec
Cette larme!

— Quel reflet ! Quel prisme. Quel foyer! criaient les matelots, qui avaient compris la ruse d’Ulysse, et, sachant qu’il aimait surtout placer ses épigrammes, qui déci­daient de le flatter… Mais, ô roi d’Ithaque, comme le reflet d’un miroir dans des mi­roirs, est-ce que ce second chant, à peine posé sur l’âme, par elle violemment rejeté, ne devenait pas un éclat de rire de la sirène et ne croyait-on pas entendre des vers badins et moqueurs ?

— Justement, ô Grecs astucieux, reprit Ulysse, qui donna dans le piège, on croyait entendre une épigramme! La sirène pre­nait à partie cette lourde danseuse que j’eus jadis l’occasion de voir au Théâtre de Colonne, et sous laquelle la scène cra­quait: c’est là la vieille haine des chan­teuses et du ballet. D’où vient, disait-elle :

D’où vient que la danseuse Eva
Jamais à Colonne ne va
Et ne danse sur cette scène?
C’est que l’acoustique la gène!

Mais déjà l’équipage somnolait, à ce point épuisé qu’il ne songeait à dénouer les cordages d’Ulysse, pourtant son seul repas, ni à arracher les tampons de cire. Ce navire qui voguait n’avait plus d’oreilles pour les flots, et seul Ulysse entendait, tout à loisir cette fois, la voix terrible de l’Océan, quatrième sirène. Heureux d’être attaché, comme s’il se sentait cou­pable, il méprisait soudain les poètes, qui se vantent d’ouïr les Muses et n’ont dans les oreilles que la clameur des hommes.

— Du moins, disait-il, je les ai vues…

Toute terre avait disparu; le soleil cou­chant illuminait tout le flanc tribord du navire, le flanc droit des matelots, celui-là qui avait frôlé les sirènes, et il restait d’elles ce rougeoiment, comme sur le bras candide qui frôla les orties. La poupe n’était plus qu’immondice, la proue n’était que sang. Les voiles traînaient, souillées de limon et d’écume… C’est alors qu’Elpénor, sa pipe achevée, monta de l’entre­pont. La tempête assaillait la nef. Vacil­lant, il souriait, louait le ciel d’avoir dispensé une journée aussi calme, un soir aussi paisible, et il pensait, lais­sant errer ses yeux de l’avant au gouver­nail:

— Le cher, le beau navire! Ah! qu’il est propre et luisant! Que prendrait de joie à le contempler notre cousine l’inten­dante, Euryclée, fille d’Ops, issu lui-même de Pisénor!

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Jean Giraudoux
Elpénor

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Jean Giraudoux - ElpénorJean Giraudoux

Elpénor

Emile-Paul frères, éditeurs

Paris, 1919

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Jean Giraudoux - Muesrtes de ElpenorJean Giraudoux

Muertes de Elpenor

Traducción de Julio Ellena de la Sota

Ediciones Dintel

Buenos Aires (Argentina), 1957

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La Ilíada a «La taca humana», de Philip Roth

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“…valdria més que no oblidàrem mai els mites, que no oblidàrem la nostra part elevada al nivell dels olímpics o controlada, inspirada, pels déus antics. Per cert, inspiració vol dir ‘algú que inspira, que envia el seu alè’ : i era reconfortant, a l’inici de La taca humana (del film i de l’esplèndida novel·la de Roth), veure el vell professor escrivint a la pissarra el primer vers de la Ilíada en grec: «Menin théa, Peleiadéou Akhilléos…» (‘Canta, deessa, la còlera d’Aquil·les el fill de Peleu’). Perquè si la deessa no canta, poc cantarem nosaltres. […].”

Joan Francesc Mira
Déus i literatura
El Temps, 30 de desembre de 2003
(Una biblioteca en el desert, p. 99)

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The human stainIt was in the summer of 1998 that my neighbor Coleman Silk— who, before retiring two years earlier, had been a classics professor at nearby Athena College for some twenty-odd years as well as serv­ing for sixteen more as the dean of faculty—confided to me that, at the age of seventy-one, he was having an affair with a thirty-four-year-old cleaning woman who worked down at the college. Twice a week she also cleaned the rural post office, a small gray clapboard shack that looked as if it might have sheltered an Okie family from the winds of the Dust Bowl back in the 1930s and that, sitting alone and forlorn across from the gas station and the general store, flies its American flag at the junction of the two roads that mark the commercial center of this mountainside town.

[…]

philip roth

Philip Roth (Newark, USA, 1933)

Coleman had by then been at Athena almost all his academic life, an outgoing, sharp-witted, forcefully smooth big-city charmer, something of a warrior, something of an operator, hardly the pro­totypical pedantic professor of Latin and Greek (as witness the Conversational Greek and Latin Club that he started, heretically, as a young instructor). His venerable survey course in ancient Greek literature in translation—known as GHM, for Gods, Heroes, and Myth—was popular with students precisely because of everything direct, frank, and unacademically forceful in his comportment. “You know how European literature begins?” he’d ask, after having taken the roll at the first class meeting. “With a quarrel. All of Euro­pean literature springs from a fight.” And then he picked up his copy of The Iliad and read to the class the opening lines. “‘Divine Muse, sing of the ruinous wrath of Achilles… Begin where they first quarreled, Agamemnon the King of men, and great Achilles.’ And what are they quarreling about, these two violent, mighty souls? It’s as basic as a barroom brawl. They are quarreling over a woman. A girl, really. A girl stolen from her father. A girl abducted in a war. Mia kouri—that is how she is described in the poem. Mia, as in modern Greek, is the indefinite article ‘a’; kouri, or girl, evolves in modern Greek into kori, meaning daughter. Now, Agamemnon much prefers this girl to his wife, Clytemnestra. ‘Clytemnestra is not as good as she is,’ he says, ‘neither in face nor in figure.’ That puts directly enough, does it not, why he doesn’t want to give her up? When Achilles demands that Agamemnon return the girl to her father in order to assuage Apollo, the god who is murderously an­gry about the circumstances surrounding her abduction, Agamem­non refuses: he’ll agree only if Achilles gives him his girl in exchange. Thus reigniting Achilles. Adrenal Achilles: the most highly flammable of explosive wildmen any writer has ever enjoyed por­traying; especially where his prestige and his appetite are con­cerned, the most hypersensitive killing machine in the history of warfare. Celebrated Achilles: alienated and estranged by a slight to his honor. Great heroic Achilles, who, through the strength of his rage at an insult—the insult of not getting the girl—isolates him­self, positions himself defiantly outside the very society whose glo­rious protector he is and whose need of him is enormous. A quar­rel, then, a brutal quarrel over a young girl and her young body and the delights of sexual rapacity: there, for better or worse, in this of­fense against the phallic entitlement, the phallic dignity, of a power­house of a warrior prince, is how the great imaginative literature of Europe begins, and that is why, close to three thousand years later, we are going to begin there today…”

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Philip Roth
The human stain

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The human stain DVD.

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The human stainPhilip Roth

The human stain

Vintage Books

London, 2005

ISBN: 9780099282198

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