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Posts Tagged ‘Pablo Picasso’

Príam i Hèctor, segons C.J.Cela, seguint uns dibuixos de Picasso

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Picasso - Príam

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EL NOBLE ANCIANO

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¡Qué amigo de sus amigos!
¡Qué señor para criados
………………..y parientes!
¡Qué enemigo de enemigos!
¡Qué maestro de esforçados
………………..y valientes!
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Jorge Manrique
Coplas por la muerte de su padre

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Príamo, el noble anciano rey, no ama la guerra. Príamo, el de la lanza gloriosa, no combate. Príamo sabe que Antenor está en lo cierto al proponer que Helena sea devuelta a Menelao, su esposo. (En forma de dulcísima yerba del monte, Antígona reclama a gritos su derecho a la esperanza.)

Sobre el cielo de Troya arde el dolor cuando Príamo, el noble anciano, entierra a su hijo Héctor, joven cazador de héroes alanceado por Aquiles, el vengador de Patroclo. Sobre el hueco vientre de Hécuba — reina que se convertirá en sierva, madre que se verá apartada de sus hijos— retumba el sordo tambor del funeral. (En forma de dulcísima y soberbia loba del monte, Electra reclama a gritos su derecho a la última venganza.)

Príamo, el noble anciano, llora en presencia de la destrucción: esa ruin estupidez sangrienta. (Los poetas épicos —los haraganes, los pordioseros, los débiles poetas épicos— piden limosna en verso heroico, bailando al son de los pífanos del vencedor, mientras la tropa arrastra, ignorando la gloria que le atribuyen, sus cadenas de hambre, de tedio o de indiferencia: hacéis un desierto y le llamáis la paz [Tácito] pero la aureola que corona vuestras cabezas no está tejida con hebras de oro sobre las que brilla el sol, sino que hiede a lívido fuego fatuo del cementerio. La guerra hace los ladrones y la paz los ahorca: las putas y los barberos, a la vejez os espero: algún día lucirá la paz en los campos de Troya.)

*   *   *

Antígona, la hija de los pintorescos escarceos de Edipo y de Yocasta, es pura y dolorosa, heroica y rebosante de misericordia (igual que un vaso colmado, lágrima a lágrima, de licor).

Electra, la hija del sadomasoquista trajín de Agamenón y Clitemnestra, es virgen y dolorosa, iracunda y eterna víctima y verdugo del tupido juego de odios y atroces galanterías que la envuelven (igual que un manto reposado, minuto a minuto durante largos siglos, sobre la carne).

Príamo, el noble anciano, llama «hija mía querida» a Helena, ¡después de la que armó! El mundo anda muy revuelto y el eco de los padres se confunde, a veces, con el inútil ladrar del gozquecillo faldero: del chucho que duerme, con la lengua fuera, bajo (que no sobre) la falda. Príamo, el noble anciano, sueña con morir (ante el altar de Zeus o donde fuere) sin tener tratos con Queequeg, el raro marica que arponeaba ballenas y se adornaba con cabezas humanas.

— ¡Tragaos vuestras demoníacas mañas igual que el condenado a muerte traga saliva, igual que traga el enfermo la soledad! ¡Quiero la vida de mis enemigos no para cortarla, como la mies madura, sino para oirla respirar y latir, como el aliento de las bestias! ¡Guardad bajo siete veces siete llaves la noticia que ni me importa siquiera! ¡Han muerto ya muchos de mis hijos en el combate y de su muerte nada (ni la salvación de la patria, ni la gloria eterna) me compensará! ¡La feroz y mantenida destrucción puede ser un buen lema caníbal pero no troyano! ¡Estoy harto de ver la sangre de los hombres corriendo sobre la agostada sementera! ¡Nada quiero y todo lo que me pertenece —hasta la vida— lo doy a cambio de la paz! ¡Sean mi corona y mi cetro para quien mejor los sepa ganar! ¡Sea mi corazón para el fuego, ya que no tengo poder bastante para entregarlo al olvido! ¡Sea mi caballo Frontalatte para el caballero Sacripante! ¡Sea mi espada Balisarda para el paladín Roldan! ¡Sean mis hijas para el tálamo del vencedor o para la tumba del héroe muerto! ¡Sea para mi voz, la paz!

Príamo, el noble anciano, con la cabeza levantada y en los ojos el radiante fulgor de la majestad, llamó aparte a Neoptólemo, alias Pirro, príncipe mirmidón, hijo de Aquiles.

— Neoptólemo, hijo de Aquiles, el esforzado, y de Deidamia la gentil, princesa de Esciro: los dioses han dispuesto que la moneda al aire de mi vida pinte en la inexorable y pálida cara de la muerte.

Príamo, el noble anciano, mudó el tono de su voz.

— ¿Te acuerdas, Neoptólemo, de la fábula que Esopo tituló La rana y los niños? Si haces memoria, podrás escuchar aún la estremecida palabra de la rana: —Esto que para ti, niño, es un juego, para nosotros, las ranas, es la muerte. ¿Recuerdas ahora?

Príamo, el noble anciano rey, volvió al enfático acento del hilo de su discurso.

— A ti entre todos, Neoptólemo, he elegido para el histórico trance de mi muerte. Mi hijo Paris mató a tu padre Aquiles. El hijo de Aquiles, para que las estrellas sigan rodando por el firmamento, debe dar muerte por su propia mano al padre de Paris.  Dentro de nueve lunas (para que en la caldera de mi corazón cobre forma la criatura de la caridad) te esperaré ante el altar de Zeus Herceo. Iré sin armas, para no herirme al caer.

En el cielo la novena luna, Neoptólemo mató a espada a Príamo, rey de Troya. Tuvo que darle dos tajos: el primero en la cara (que se la dejó como una calabaza) y el segundo en el cuello (que le separó la cabeza del tronco, salpicando de sangre hasta los más altos capiteles).

A Príamo, el noble anciano rey, lo lloraron amigos y enemigos, y sobre el mundo de tirios y troyanos revolaron los cien cuervos del luto.

*   *   *

De la floresta nacen, como melodiosos suspiros, las delicadas notas del salterio. Una dulce voz femenina entona las alabanzas del rey muerto, y el bronco coro de guerreros le responde. Está amaneciendo. (Todos los personajes de la acción se cubren con el antifaz.)

— ¡Qué amigo de sus amigos! ♠ (El rey Artús, Carlomagno.) ♠  ¡Qué señor para criados ♠  y parientes! ♠  (El Caballero de Olmedo ♠  y Aspromonte.) ♠  ¡Qué enemigo de enemigos! ♠  (Príamo a todos perdona.) ♠  ¡Qué maestro de  esforzados ♠  y valientes! ♠  (Los guerreros de su campo ♠  y el ajeno.)

En las ondas de la mansa mar sobrecogida, las sirenas lloran y lloran mientras los pescadores la cara en las ambas manosse ciegan para mejor oir el canto de la paz que resuena, por encima de los montes, en loor del rey que supo amarla.

28 – XI – 61

Camilo José Cela
Gavilla de fábulas sin amor
Tranco segundo: La historia troyana

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Picasso - Hèctor

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POR LA CIUDAD, NO POR HELENA

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¡O triste yo, sin ventura!
¡Un amor tan deseado
la muerte, que non se cura,
avérmelo así robado!
¡Maldito sea aquel día,
Archiles, en que nasciste!
Buen Ector, ¿qué te fazía,
que tanto mal me feziste?
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Marqués de Santillana
El planto que fizo Pantasilea

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Héctor combate por la ciudad, no por Helena. Héctor es la imagen misma del deber. Héctor sabe que Aquiles vengará a Patroclo, pero Héctor, en defensa de la ciudad, le corta el joven chorro de la vida. Todo salió según estaba escrito y Helena, ante el cadáver de Héctor, su cuñado, llora al más justo de los hombres. Pentesilea, reina de las amazonas y secreta enamorada del guerrero muerto (¡O triste yo, sin ventura! ♠ ¡Un amor tan deseado ♠  la muerte, que non se cura, ♠  avérmelo así robado! ♠ Buen Ector, ¿qué te fazía, ♠  que tanto mal me feziste?), maldice al capitán a cuyo embate también ha de suéumbir (¡Maldito sea aquel día, ♠  Archiles, en que nasciste!)

Paris, el amoroso, hiere al matador del hermano de un certero flechazo en el talón (el único punto de su cuerpo no mojado por el agua de la laguna Estigia) y lo remata, ya en tierra, de un tajo que le abre el pecho en dos. (Las palomas de Grecia chillaron, aquel día, como el gavilán.)

Andrómaca ha visto ya morir en la punta de la espada de Aquiles a su padre Eeción, el rey de Tebas, y a sus siete hermanos. [Y a su madre, atravesada por el dardo de la amargura.] Ahora sabe que Héctor, que es para ella «padre y madre venerables, y hermano, y esposo florido», también ha de caer ante Aquiles, y le llora —aún vivo y en su propia casa— como si muerto fuera.

Héctor, el sensato, no cree que los griegos luchen por el rescate de la bellísima esposa de Menelao, rey de Esparta. Paris, el príncipe que tañía la lira y pastoreaba ovejas, no raptó a Helena a la fuerza: que se vino con él enamorada y de grado y buena voluntad. Héctor piensa que Zeus provocó el combate, deseoso de aligerar la tierra del peso de tanto hombre como amenaza hundirla. Eris, la diosa de la discordia, fue sólo su instrumento. Hermes se llegó hasta las praderas del Ida, en pos de Paris: el príncipe músico y gañán. Él debe decidir a cual de las tres diosas [o cortesanas, al decir de Antíclides], Afrodita, Hera o Atenea, debe dársele la manzana que Eris, despechada porque no la habían invitado, arrojó sobre el cortejo nupcial de la nereida Tetis, la de los pies de plata como la espuma de la mar, y de Peleo, el cazador de bestias.

tum Thetidis Peleus incensus fertur amore,
tum Thetis humanos non despexit hymenaeos,
tum Thetidi pater ipse iugandum Pelea sensit.

Paris elige a Afrodita, la diosa del amor y de la hermosura, quien le enseña —en premio a su gentileza— las mañas que le brindarán, como un puntual presente, la pasión de Helena.

— No es preciso raptar —piensa Héctor, el prudentísimo— a una mujer que desea ponerse de camino. Menelao y los capitanes griegos bien lo saben, aunque el orgulloso silencio selle sus bocas. Si el poderoso Zeus piensa que sobran hombres pegándose, como la lapa a la roca marina, a la piel de la tierra, a nosotros los troyanos nos toca demostrarle que no somos los que debemos desaparecer.

Héctor, el aplomado, no es un guerrero brillante: que es un soldado eficaz. Héctor, el discreto, sabe pelear pero ignora las arrebatadoras artes de la arenga. Héctor es la viva imagen de la acción: la leal estampa del hombre que defiende la misma tierra que pisa (la ciudad de Troya). Héctor, el sereno, sabe que la lanzada que mata por la patria es el glorioso pasavante de la última navegación. (La dulcísima Tecla von Wallenstein, la flor del corazón de Max Piccolomini, pudo haber pensado que se sabe a ciencia cierta todo lo que se cree con los ojos cerrados y los pies juntos.)

*   *   *

Héctor, que pelea con el pecho al aire —como el azor—, se cubre el cuello con una breve y herrumbrosa cota en figura de mágica mano de Fátima; poco le defiende —cierto es— pero Héctor, que nació para morir en la guerra, no ignora que de nada vale querer vivir un solo día más de los dispuestos por el inexorable destino.

— ¡Sálvese la ciudad, que es lo eterno: perezcan los efímeros hombres en su defensa! ¡Que el todopoderoso Zeus vea, con sus propios y fuertes ojos, que los troyanos no volvemos la cara al deber! Paris, mi gracioso hermano, nació para el amor y la música y la cortesía. Cada cual es hadado por los sabios dioses a un fin previsto y nadie debe nadar a contracorriente de los divinos deseos. Admiro en Paris, mi hermano, su galana apostura, la belleza y el ritmo de sus facciones, el noble aliento de sus lides de amor. Otro es mi rumbo, más espinoso pero no menos noble ni necesario.

Héctor, sentado entre sus soldados y con una copa de vino en la mano, siguió hablando con muy evidente seriedad.

—   Pero os equivocaríais de medio a medio si pensaseis que Paris, mi apuesto hermano, es incapaz de empuñar las armas con igual arrojo y valentía que el más valiente y arrojado de vosotros. Os diré más (servidme vino, d’Artagnan, y desarrugad el ceño que os preocupa): cuando Aquiles se haya cobrado en mi sangre el precio de la derramada sangre de Patroclo, será Paris, con su certera puntería, mi único vengador. Recordad siempre las palabras que acabáis de oir.

Los guerreros, con el mirar clavado en el suelo, guardan silencio. Ninguno de ellos hubiera osado contradecir a Héctor, pero ninguno de ellos, tampoco, cree que sus palabras estén lastradas de verdad sino de amoroso y bien medido y sopesado afecto.

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Cuando Aquiles, con las armas nuevas que Vulcano le forjó por orden de Tetis, derriba —mortalmente herido— a Héctor, el predestinado, el cielo de Troya se cegó de dolor.

Héctor, en la agonía (la que fue soberbia y desafiadora cresta de gallo de pelea, flaccida ya y derrotada sobre el duro suelo), aún tuvo tiempo de mirar para los recios muros de Troya, las altas piedras condenadas a ser, mientras la tierra dé vueltas, polvo de las sandalias caminantes.

29 – XI – 61

Camilo José Cela
Gavilla de fábulas sin amor
Tranco segundo: La historia troyana

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[…] la intención de Cela no consiste, de ningún modo, en llevar a cabo una «écfrasis». Esto se debe al hecho de que la «ilustración verbal» de Cela no es fiel, pues no respeta el dibujo. Aparenta inspirarse en él, pero acaba casi siempre por parodiarlo. Es decir, el dibujo (pre-texto visual) se aprovecha como punto de partida de un minirelato que no es ecfrásico sino, a lo sumo, un simulacro de écfrasis. Esta simulación, o sea, la decepción intencionada de la expectativa –por parte del lector- de estar ante la descripción seria de aquel dibujo que se ha impreso al principio del relato, la podríamos considerar una técnica seudoecfrástica.

Creemos, no obstante, que lo esencial de la relación texto/imagen en Cela no está en la descripción, sino en el comentario. De hecho, no vemos a Cela en la tradición de la écfrasis, sino de la emblemática. Como es sabido, el emblema resulta de la combinación de una imagen (pictura) con un lema (inscriptio) y un comentario (suscriptio). Durante el Renacimiento y el Barroco, el comentario tiene la función de aclarar el significado de la imagen. En muchos casos se le atribuye un significado simbólico, moral o didáctico. De todos modos, la pictura y la suscriptio forman un todo homogéneo y persiguen la misma intención semántica. Y esto, precisamente, no es el caso en la combinación de pictura y suscriptio que hay en el relato híbrido de Cela. El comentario celiano no es leal, sino irónico y burlesco. Explica, a lo sumo, un aspecto periférico de la imagen y se dedica, por lo demás, a minarla y subvertirla. Esta falta de solidaridad entre comentario e imagen es el rasgo constitutivo de lo que podemos denominar seudoemblema celiano.

En su famoso ensayo Laocoonte (1756), Lessing expone —simplificamos aquí la argumentación— que lo específico de la pintura (arte simultáneo) es la descripción, mientras que lo específico de la literatura (arte sucesivo) es la narración. Cuando un pintor quiere representar una acción, lo debe hacer —según Lessing— mediante el «momento fecundo», o sea, debe pintar una escena que permita extrapolar un antes y un después. Cuando, por un lado, un escritor como Homero, quiere describir un objeto suele renunciar a la abrumadora enunciación de rasgos característicos y narra, en lugar de ello, la génesis o producciónd el objeto (por ejemplo, un escudo).

Cela, en sus relatos seudoemblemáticos, hace algo parecido. No recurre a la descripción de la imagen (lo estático), sino a su narrativización (lo dinámico). Es decir, la imagen se convierte en acción. Como hemos dicho, el término “relato seudoemblemático” lo utilizamos tan sólo si la imagen es un dibujo, un grabado o un cuadro. (Los relatos basados en fotos funcionan d emanera distinta y se tratarán en un capítulo aparte). Hablamos, pues, de textos “seudoemblemáticos” cuando nos referimos a libros como Gavilla de fábulas sin amor, Once cuentos de fútbol y El solitario.

 

Cela - Picasso - Gavilla

1.2.- Gavilla de fábulas sin amor

La primera colección de relatos seudoemblemáticos se publica en 1962 bajo el título Gavilla de fábulas sin amor. Tenemos poca información acerca de la génesis del libro. Lo que sí sabemos, es que, en 1960, Cela viaja a Cannes para enseñarle a Picasso el número monográfico de Papeles de Son Armadans dedicado al pintor malagueño. Picasso está encantado y hace “un dibujo diferente en cada uno de los ejemplares destinados a los colaboradores del homenaje” (Cela Conde 2002: 127). Cela toma enseguida la decisión de escribir textos sobre los dibujos de Picasso y reunirlo todo en un libro. Al poco tiempo, el pintor da su consentimiento. Aunque el ministro de información (Arias Salgado) prohíba la publicación por el carácter presuntamente pornográfico de los dibujos, con la toma de posesión del cargo por Fraga, en 1962, el libro puede salir.

Gavilla de fábulas sin amor consta de dos partes. Algunos dibujos de la primera parte, a pesar de su carácter no mimético, se pueden relacionar con aquellas personas que estuvieron en los encuentros de Cannes. La segunda parte es, recpecto del tema, más homogénea porque Cela trata, en los correspondientes relatos, de la mitología griega y la guerra de Troya. […]

 

Christoph Rodiek
Del cuento al relato híbrido: en torno a la narrativa breve de Camilo José Cela

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Cela - Picasso - GavillaCamilo José Cela

Gavilla de fábulas sin amor

Ilustraciones de Picasso

Museo Secreto

Ed. Alfaguara. Barcelona, 1965

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La guerra a la Ilíada. Entre la seva bellesa i els seus desastres

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Ares, […] posseït de furor, tot ell maldat… (Íl., V,  831)
Ares, flagell dels mortals…  (Íl., V, 846)
Ares, que fa vessar llàgrimes… (Íl.,  VIII, 515)

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Pieter Paul Rubens. Les conseqüències de la guerra (1637-1638). Galeria Palatina (Palazzo Pitti). Florència

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Un’altra bellezza. Postilla sulla guerra

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[…]

Cosa dobbiamo fare per in­durre il mondo a seguire la propria inclinazione per la pace? Anche su questo l’Iliade ha, mi sembra, qualcosa da insegna­re. E lo fa nel suo tratto più evidente e scandaloso: il suo trat­to guerriero e maschile. È indubbio che quella storia presenti la guerra come uno sbocco quasi naturale della convivenza civile. Ma non si limita a questo: fa qualcosa di assai più im­portante e, se vogliamo, intollerabile: canta la bellezza della guerra, e lo fa con una forza e una passione memorabili. Non c’è quasi eroe di cui non si ricordi lo splendore, morale e fi­sico, nel momento del combattimento. Non c’è quasi morte che non sia un altare, decorato riccamente e ornato di poe­sia. La fascinazione per le armi è costante, e l’ammirazione per la bellezza estetica dei movimenti degli eserciti è conti­nua. Bellissimi sono gli animali, nella guerra, e solenne è la natura quando è chiamata a far da cornice al massacro. Per­fino i colpi e le ferite vengono cantati come opere superbe di un artigianato paradossale, atroce, ma sapiente. Si direbbe che tutto, dagli uomini alla terra, trovi nell’esperienza della guerra il momento di sua più alta realizzazione, estetica e mo­rale: quasi il culmine glorioso di una parabola che solo nel­l’atrocità dello scontro mortale trova il proprio compimento. In questo omaggio alla bellezza della guerra, l’Iliade ci co­stringe a ricordare qualcosa di fastidioso ma inesorabilmen­te vero: per millenni la guerra è stata, per gli uomini, la cir­costanza in cui l’intensità – la bellezza – della vita si sprigio­nava in tutta la sua potenza e verità. Era quasi l’unica possi­bilità per cambiare il proprio destino, per trovare la verità di se stessi, per assurgere a un’alta consapevolezza etica. Di con­tro alle anemiche emozioni della vita, e alla mediocre statura morale della quotidianità, la guerra rimetteva in movimento il mondo e gettava gli individui al di là dei consueti confini, in un luogo dell’anima che doveva sembrar loro, finalmente, l’approdo di ogni ricerca e desiderio. Non sto parlando di tempi lontani e barbari: ancora pochi anni fa, intellettuali raf­finati come Wittgenstein e Gadda, cercarono con ostinazio­ne la prima linea, il fronte, in una guerra disumana, con la convinzione che solo là avrebbero trovato se stessi. Non era­no certo individui deboli, o privi di mezzi e cultura. Eppure, come testimoniano i loro diari, ancora vivevano nella convinzione che quell’esperienza limite – l’atroce prassi del com­battimento mortale – potesse offrire loro ciò che la vita quo­tidiana non era in grado di esprimere. In questa loro convin­zione riverbera il profilo di una civiltà, mai morta, in cui la guerra rimaneva come fulcro rovente dell’esperienza umana, come motore di qualsiasi divenire. Ancor oggi, in un tempo in cui per la maggior parte degli umani l’ipotesi di scendere in battaglia è poco più che un’ipotesi assurda, si continua ad alimentare, con guerre combattute per procura attraverso i corpi di soldati professionisti, il vecchio braciere dello spiri­to guerriero, tradendo una sostanziale incapacità a trovare un senso, nella vita, che possa fare a meno di quel momento di verità. La malcelata fierezza maschile cui, in Occidente come nel mondo islamico, si sono accompagnate le ultime esibi­zioni belliche, lascia riconoscere un istinto che lo shock del­le guerre novecentesche non ha evidentemente sopito. L’Iliade raccontava questo sistema di pensiero e questo modo di sentire, raccogliendolo in un segno sintetico e perfetto: la bel­lezza. La bellezza della guerra – di ogni suo singolo partico­lare – dice la sua centralità nell’esperienza umana: tramanda l’idea che altro non c’è, nell’esperienza umana, per esistere veramente.

Quel che forse suggerisce l’Iliade è che nessun pacifismo, oggi, deve dimenticare, o negare quella bellezza: come se non fosse mai esistita. Dire e insegnare che la guerra è un inferno e basta è una dannosa menzogna. Per quanto suoni atroce, è necessario ricordarsi che la guerra è un inferno: ma bello. Da sempre gli uomini ci si buttano come falene attratte dalla lu­ce mortale del fuoco. Non c’è paura, o orrore di sé, che sia riuscito a tenerli lontani dalle fiamme: perché in esse sempre hanno trovato l’unico riscatto possibile dalla penombra del­la vita. Per questo, oggi, il compito di un vero pacifismo do­vrebbe essere non tanto demonizzare all’eccesso la guerra, quanto capire che solo quando saremo capaci di un’altra bel­lezza potremo fare a meno di quella che la guerra da sempre ci offre. Costruire un’altra bellezza è forse l’unica strada ver­so una pace vera. Dimostrare di essere capaci di rischiarare la penombra dell’esistenza, senza ricorrere al fuoco della guer­ra. Dare un senso, forte, alle cose senza doverle portare sot­to la luce, accecante, della morte. Poter cambiare il proprio destino senza doversi impossessare di quello di un altro; riu­scire a mettere in movimento il denaro e la ricchezza senza dover ricorrere alla violenza; trovare una dimensione etica, anche altissima, senza doverla andare a cercare ai margini del­la morte; incontrare se stessi nell’intensità di luoghi e mo­menti che non siano una trincea; conoscere l’emozione, an­che la più vertiginosa, senza dover ricorrere al doping della guerra o al metadone delle piccole violenze quotidiane. Un’al­tra bellezza, se capite cosa voglio dire.

[…]

Alessandro Baricco
Omero, Iliade

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Una altra bellesa. Postil·la sobre la guerra

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[…]

¿Com ho podem fer? ¿Com podem induir el món a seguir la pròpia inclinació per la pau? Em sembla que, en aquest punt, la llíada també ens ensenya alguna cosa. I ho fa en el fragment més evident i escandalós: el seu fragment guerrer i masculí. Es indubtable que aquesta història presenta la guer­ra com el resultat gairebé natural de la convivència civil. Però no s’atura aquí. Fa una altra cosa molt més important, i, si volem, intolerable: canta la bellesa de la guerra, i ho fa amb una força i una passió memorables. Pràcticament no hi ha cap heroi del qual no se’ns recordi l’esplendor, moral i físi­ca, en el moment del combat. Pràcticament no hi ha cap mort que no sigui un altar, ricament decorat i adornat de poesia. La fascinació per les armes és constant, i l’admiració per la bellesa estètica dels moviments dels exèrcits és contínua. Els animals, en la guerra, són magnífics, i la natura és solemne quan se la crida per fer de marc a la matança. Fins i tot els cops i les ferides es canten com obres sublims d’una artesania paradoxal, atroç, però experta. És com si tot, dels homes a la terra, trobés en l’experiència de la guerra el moment de més alta realització, estètica i moral; gairebé com si fos la culmi­nació gloriosa d’una paràbola que només troba compliment en l’atrocitat del xoc mortal. En aquest homenatge a la belle­sa de la guerra, la llíada ens obliga a recordar una cosa enut­josa però inexorablement certa: durant mil·lennis la guerra ha estat, per als homes, la circumstància en la qual la inten­sitat —la bellesa— de la vida alliberava tota la seva potèn­cia i veritat. Era gairebé l’única possibilitat de canviar el pro­pi destí, de trobar la veritat d’un mateix, d’elevar-se a una alta consciència ètica. Davant de les emocions anèmiques de la vida, i de l’altura moral mediocre de la quotidianitat, la guerra feia moure el món i projectava els individus més enllà dels seus límits habituals, en un lloc de l’ànima que, comptat i debatut, els devia semblar la meta de totes les recerques i desitjos. No parlo de temps llunyans i bàrbars: no fa gaires anys, intel·lectuals refinats com ara Wittgenstein i Gadda van buscar obstinadament la primera línia de front en una guerra inhumana, amb el convenciment que era l’únic lloc on es podrien trobar a ells mateixos. Es evident que no eren homes dèbils ni desproveïts de mitjans i de cultura. I tanmateix, tal com mostren els seus diaris, encara vivien en el convenciment que aquella experiència límit —la praxis atroç del combat mortal— els podria oferir allò que la vida quotidiana no era capaç de donar. Aquest convenciment reflecteix el perfil d’u­na cultura, que no ha mort mai, en la qual la guerra era l’eix candent de l’experiència humana, el motor de qualsevol esde­venir. Encara avui, en una època en la qual la major part dels humans considera la hipòtesi d’anar al combat pràcticament com una hipòtesi absurda, es continua alimentant, amb guer­res dutes a terme per procuració mitjançant cossos de sol­dats professionals, el vell braser de l’esperit guerrer, cosa que traeix una incapacitat substancial per trobar un sentit, a la vida, que pugui prescindir d’aquest moment de veritat. El mal dissimulat orgull masculí que, tant a Occident com en el món islàmic, ha acompanyat les últimes exhibicions bèl·li­ques deixa reconèixer un instint que el xoc de les guerres del segle passat és evident que no va aplacar. La llíada explica­va aquest sistema de pensament i aquesta manera de sentir, i ho recollia en un signe sintètic i perfecte: la bellesa. La belle­sa de la guerra —de cada detall particular— expressa el lloc central que ocupa en l’experiència humana: transmet la idea que, en l’experiència humana, no hi ha res més per existir realment.

El que potser suggereix la llíada és que cap pacifisme, avui dia, ha d’oblidar o negar aquesta bellesa com si no hagués existit mai. Dir o ensenyar que la guerra és un infern i prou és una mentida nociva. Encara que soni atroç, cal recordar que la guerra és un infern, però un infern bell. Des de sem­pre els homes s’hi tiren com papallones atretes per la llum mortal del foc. No hi ha por, ni horror, que hagi aconseguit mantenir-los allunyats de les flames, perquè és el lloc on sem­pre han trobat l’única redempció possible de la penombra de la vida. Per això, avui en dia, la tasca d’un pacifisme de debò no hauria de ser demonitzar fins a l’extrem la guerra, sinó entendre que només quan siguem capaços d’una altra belle­sa podrem prescindir de la que ens ofereix des de sempre la guerra. Construir una altra bellesa potser és l’únic camí cap a una pau de debò. Demostrar que som capaços d’il·luminar la penombra de l’existència sense recórrer al foc de la guerra. Donar un sentit, fort, a les coses sense haver d’acostar-les a la llum, enlluernadora, de la mort. Poder canviar el propi destí sense haver d’apoderar-nos del d’un altre; aconseguir fer moure els diners i la riquesa sense haver de recórrer a la violència; trobar una dimensió ètica, fins altíssima, sense haver d’anar a buscar-la al llindar de la mort; trobar-nos a nosaltres mateixos en la intensitat de llocs i moments que no siguin una trinxera; conèixer l’emoció, fins la més vertigino­sa, sense haver de recórrer al dòping de la guerra o a la metadona de les petites violències quotidianes. Una altra bellesa, si enteneu què vull dir.

[…]

Alessandro Baricco
Homer, Ilíada
Traducció al català d’Anna Casassas

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Pablo Picasso. Guernica 1937. Amb clares influències del quadre de Rubens Les conseqüències de la guerra.

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Introducción

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La Ilíada es el poema del desarme de la cultura, en el doble sentido de la palabra desarme: porque desarma, desmonta las construcciones culturales que dignifican la acción mortífera del héroe, mostrándola como fuente de destrucción y sufrimiento ajeno y propio; y porque apunta a un mundo de valores no apuntalado por las armas.

A través del poema, que nos muestra a unos héroes en acción en el décimo año de la guerra de Troya, Homero nos ofrece, no una exalta­ción de las proezas guerreras o de la moral heroica, sino una crítica del comportamiento heroico, que no se limita al cuestionamiento de los valores que lo sustentan, sino que señala un horizonte de huma­nidad que los trasciende. Seguirlo a Homero en esta exploración crí­tica y poner de relieve la actualidad de su enseñanza es el objeto del presente libro.

La destreza poética que refleja la Ilíada es algo comúnmente acep­tado, pero la valía ética que da sentido al poema, y lo configura, dista mucho de ser reconocida como merece. Más bien las interpretaciones más extendidas la ignoran o desvirtúan por completo. Así, es un lugar común considerar la Ilíada como un canto heroico a la guerra de Troya, como un poema centrado en celebrar la gloria de los héroes y de los dioses, en sintonía con la tradicional y colectiva épica heroica. Desde este punto de vista, lo que convierte a este poema en una obra maes­tra de la literatura es la excepcional destreza con la que el aedo pone en juego la fuerza poética que encierra la acción heroica. Y si de ética homérica cabe hablar, ésta consiste en un ennoblecimiento del héroe, que destacaría sobre todo su disposición a entregar la vida por un ideal. Con esta idealización homérica, según esta interpretación, los héroes se convierten en modelos de universal validez.

La interpretación que aquí defiendo se orienta en sentido contrario. La disposición a entregar la vida, que es ciertamente la quintaesencia del comportamiento heroico y objeto de tratamiento admirativo tanto desde una perspectiva martirológica cristiana como romántica, no se nos pre­senta como modélica o ejemplar. Más bien, morir por un ideal, que es a la vez matar por él, es precisamente el blanco de la crítica dramática que pone en juego el poema, exponiendo sus justificaciones a la luz de sus nefastos efectos. Lejos de ennoblecer el modelo heroico, la Ilíada se dirige a socavarlo, poniendo en cuestión de la manera más radical ese tipo especial de acción que da sentido a la vida, y a la muerte del héroe: entregarse a la acción de matar, y morir, con el fin de “gozar” del honor y de la inmortalidad de la “gloria imperecedera”. El poema nos muestra con sobrada insistencia los efectos destructivos y deshumanizadores de esa especial acción mortífera que tradicionalmente concede excelencia al héroe. Pero no se detiene aquí. La trama misma de la Ilíada, y esto es lo esencial, es una elaborada expresión de este cuestionamiento del comportamiento heroico. La historia de Aquiles es la historia del pro­ceso de transformación que lleva al héroe por antonomasia a despegarse de los inmoladores valores heroicos y a replantearse la valoración de la vida y de la muerte desde una perspectiva que trasciende los límites heroicos y grupales, y apunta a la solidaridad y a una humanidad com­partida de naturaleza universal. Perspectiva que se asienta sobre el sen­timiento y la conciencia de la debilidad radical y la limitación comunes a todos los hombres. Así se expresa una nueva concepción de la condi­ción humana que invalida los fundamentos de la conducta heroica y, por extensión, de toda construcción cultural (oposición amigo/enemigo, afirmación de la seguridad en la fuerza, dignificación de la muerte en combate, vigencia de la venganza…) que legitime la acción de matar o morir por una Causa.

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Epílogo

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De querer ser como un dios a reconocerse limitada y vulnerablemente humano. Éste es el proceso de transformación de Aquiles que nos cuenta la Ilíada. La gran enseñanza del poema es este viaje transformador en el que Aquiles, a través de dolor, muerte y lágrimas, pasa de la “lógica” del modelo heroico que los produce (hybris de parecerse a los dioses-re­belión frente a la finitud en aras de la inmortalidad-desprecio de la vida-insensibilidad frente al sufrimiento ajeno) a la “lógica” de la finitud humana (aceptación de la finitud-valoración de la vida-sensibilidad ante el sufrimiento ajeno). Despejada de ideales absolutos o sublima­ciones nebulosas que ofrezcan “completarla”, esta nueva visión de la vida humana inaugura una ética de alcance indiscutiblemente universal.

Espero haber mostrado en este ensayo, con respeto riguroso al pro­pio texto, que éste es el sentido que mejor encaja con la trama narra­tiva misma del poema, con la propia concatenación de la acción dra­mática (el criterio clave que apuntaba Aristóteles en su Poética), que además se ve reforzado por múltiples elementos particulares que se­ñalan en esta dirección. Mucho es lo que hay que ignorar u omitir de la Ilíada para defender que este poema supone una mera exaltación de los valores heroicos, como influyentes interpretaciones tradicionalmente defienden. La Ilíada no es la revalidación de la moral heroica sino, por el contrario, la obra consciente y elaborada de un pensador movido por la dolorosa toma de conciencia de los efectos destructivos y deshumanizadores de dicha moral.

Pero Homero, es preciso subrayarlo, no se hace vanas ilusiones. Su visión y sensibilidad no es complaciente sino trágica. Tras el episodio con el que termina su historia nos hace saber que la guerra continuará. Sabe que la guerra, las guerras, continuarán. Homero no es un utopista; más que considerar que “otro mundo es posible”, subraya la contradicción entre una perenne tendencia de los humanos a absolutizar sus instintos, a jugar a ser dioses, y lo que la reflexión serena sobre la vida y sobre la historia de los hombres nos señala. Homero no pretende un desenlace feliz, ni de su obra ni de la condición humana. Pero no le resta grandeza a la Ilíada el que no muestre triunfantes los valores que promociona. Su profunda conciencia de la realidad y del sufrimiento humanos le impide a Homero teñir su humanidad de un optimismo engañoso.

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Juan Carlos Rodríguez Delgado
El desarme de la cultura
Una lectura de la Ilíada

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Alessandro Baricco

Omero, Iliade

Giangiacomo Feltrinelli Editore.

Milano, 2004

ISBN: 8807490315

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Alessandro Baricco

Homer, Ilíada

Traducció d’Anna Casassas

Les Ales Esteses, 185

RBA – La Magrana. Barcelona, 2005

ISBN: 9788478713615

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Juan Carlos Rodríguez Delgado

El desarme de la cultura

Una lectura de la Ilíada

Katz Editores. Madrid, 2010

ISBN: 9788492946198

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